Le dedico mi silencio (Alfaguara, 2023), la nueva novela de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936; Premio Nobel de Literatura 2010), es muchas cosas a la vez, y por eso tal vez ha generado tantas confusiones. En primer lugar, es la historia de un intelectual mediocre, Toño Azpilcueta, de esos que en lugar de formarse académicamente prefieren quedarse en un pequeño y limitado objeto de estudio; en su caso, la música criolla peruana y su historia. A inicios de los años noventa, cuando el “criollismo” ya está en franca decadencia (algunos decían que muerto), Azpilcueta descubre al joven guitarrista Lalo Molfino, al que considera como uno de los mejores dentro de este género musical, incluso superior al reconocido Oscar Avilés. Poco tiempo después, Molfino muere de tuberculosis, y ante esa lamentable noticia Azpilcueta decide escribir un libro centrado en esa trágica y corta vida, pero que a la vez abarque toda la historia de la música criolla peruana.
Así la novela presenta en paralelo, y en capítulos alternados (una estructura recurrente en la narrativa de Vargas Llosa), la historia de Azpilcueta y el libro que él está escribiendo. En la primera de estas narraciones se deja en claro desde un inicio que Azpilcueta está un poco “loquibambia”, como se dice en el libro. No solo por su obsesión con las ratas (cuando tiene algún problema, imagina que estos animales aparecen de la nada y se meten en su ropa), sino también por sus pretensiones de tener una cátedra en la Universidad de San Marcos (a pesar de no tener la formación ni la experiencia necesaria) y especialmente por sus alucinadas teorías acerca de la música criolla, a la que atribuye virtudes de todo tipo, desde sexuales hasta patrióticas. Según Azpilicueta, en las canciones criollas están “las vetas más profundas de la nacionalidad peruana… la fraternidad, el ánimo festivo… un factor de unidad en un país donde hay tantas distancias sociales y económicas”. En suma, según afirma, a través de la música criolla se podría hacer realidad la utopía de una sociedad peruana igualitaria, unida y fraterna.
Tras una serie de eventos afortunados, Azpilcueta logra publicar su libro, al que tituló “Lalo Molfino y la revolución silenciosa”, que tiene un sorpresivo éxito, primero entre los lectores y después en los predios académicos. Azpilcueta comienza a ser reconocido públicamente y hasta logra que se le otorgue la cátedra que tanto anhelaba. Y ese inesperado momento de triunfo lo envalentona, y comienza a tomar decisiones cada vez más audaces, tanto en su vida diaria como con respecto a sus textos: a pesar de ser un hombre casado, intenta cortejar a su amiga Cecilia Barraza (la cantante es un personaje importante en esta ficción), y para las siguientes ediciones de su libro lleva al extremo su teoría sobre el criollismo como elemento unificador, para que abarque no solo el futuro sino también el pasado del Perú. Por supuesto, todas estas iniciativas se estrellan con la realidad, lo que lleva a Azpilcueta a una terrible crisis personal, a perder la cátedra y a volver a su gris vida anterior.
Como hemos señalado, además de la historia de Azpilcueta esta novela tiene muchos otros elementos. Para empezar, una revisión de la historia del criollismo, a través de las vidas y obras de algunas de sus figuras más importantes: Felipe Pinglo, Lucha Reyes, Chabuca Granda, Oscar Avilés, etc. También se incluyen reflexiones acerca de algunas peculiaridades de los peruanos y su cultura. Pero dado el carácter de quien escribe estos textos (Azpilcueta) inevitablemente tienen una dosis de ironía crítica. Y el propio título que Azpilcueta elige para su libro (me lo hizo notar mi amigo Félix Reátegui, uno de los mayores conocedores de la obra de MVLL) dice claramente cual es el objetivo de esas críticas: “La revolución silenciosa” es el título del ensayo que Vargas Llosa escribió como prólogo para El otro sendero (1986), el libro de Hernando de Soto que también proponía una especie de utopía, pero de carácter económico: que a través de las pequeñas empresas (el capitalismo popular) el Perú llegaría a ser un país próspero e igualitario.
Le dedico mi silencio es básicamente una crítica a los discursos utópicos y a sus creadores, quienes creen haber encontrado la “esencia” de una sociedad, y a partir de ese único elemento pretenden explicarlo todo, llegando inevitablemente a errores y excesos de todo tipo. Hay uno o varios Azpilcuetas detrás de cada una de esas utopías, ya sean político-revolucionarias, económicas o culturales. Por supuesto, esto incluye a la que el propio Vargas Llosa llamó “utopía arcaica”: el discurso indigenista. No es necesario recalcar ciertos paralelismos y coincidencias entre la vida de Azpilcueta y las de algunos de los impulsores de esos discursos. Y no se puede dejar de señalar la gran ironía de que en esta ficción el símbolo de la utopía propuesta –ese mundo en el que todos los peruanos vivirán felices y en perfecta armonía gracias a la música criolla– sea el egoísta y antipático Molfino.
Pero si la novela no llega a sentirse en ningún momento como una sátira o un discurso agresivo es porque Azpilcueta resulta casi un alter ego del propio Vargas Llosa. Buena parte de los textos de “Lalo Molfino y la revolución…” solo son artículos periodísticos que el propio Vargas Llosa ha publicado a lo largo de su vida, como ¿“Un champancito, hermanito?” (1983). Además, como Azpilcueta, Vargas Llosa es sanmarquino, ha ejercido el periodismo, ha sido un atento seguidor de la música criolla y es un admirador de Cecilia Barraza. Esa auténtica empatía con el tema, los personajes y los ambientes en los que se desarrolla la narración hacen de Le dedico mi silencio una buena novela, de las mejores de la producción más reciente de Vargas Llosa.
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