Mamá cumple 90 años
El escritor peruano Gustavo Rodríguez (Lima, 1968) obtuvo el Premio Alfaguara de Novela 2023 con Cien cuyes, una obra que abordaba el deterioro y la muerte de un grupo de ancianos limeños —de origen social diverso— con un tono ligero, humorístico y sentimental. En la misma línea, aunque con un registro más nostálgico y personal, se sitúa su nueva novela Mamita (Alfaguara, 2025), porque en este caso la anciana es la madre del protagonista y narrador, un escritor exitoso y evidente alter ego del autor.
Con noventa años de edad y en los últimos días de su vida, la madre se convierte en el centro emocional del relato. Como gesto de despedida, el narrador decide escribirle una novela que narre el romance de Otoniel Vela y Clotilde Mairata, los padres de la anciana; una muy peculiar historia de amor (Otoniel tiene 50 años más que Clotilde), ambientada en el Iquitos de inicios del siglo XX, en pleno auge del caucho.
La idea resulta prometedora: una novela dentro de la novela, como acto de memoria, homenaje y reconstrucción del pasado familiar. Sin embargo, el proyecto apenas se desarrolla. Mamita no contiene la historia de Otoniel y Clotilde —de esa novela solo se nos muestran algunas páginas aisladas— ni tampoco el proceso de escritura de ese relato. Lo que finalmente entrega Rodríguez es otra cosa: una nueva exploración del universo personal del narrador, en clave retrospectiva y autorreferencial.
Los encuentros del narrador con su madre anciana, en el pequeño departamento limeño donde ella vive postrada, desencadenan una serie de remembranzas. Así, el protagonista recuerda las sucesivas casas de su infancia y adolescencia, en las ciudades de Lima y Trujillo; repasa los vínculos con sus padres, hermanos y tíos, y reflexiona también sobre su vida adulta, sobre sus hijas, su exesposa y su novia Karen. Esta reconstrucción de su pasado está claramente inspirada en una novela anterior de Rodríguez, Treinta kilómetros a la medianoche (2022), en la que un taxista acompañaba al narrador durante un viaje nocturno mientras este rememoraba pasajes de su vida. Aquí el acompañante vuelve a ser el mismo personaje: Hitler Muñante, quien ahora se ha convertido en su chofer personal. Y el recurso también es el mismo: las conversaciones con Hitler ofrecen el marco narrativo para la evocación autobiográfica.
En esas conversaciones Rodríguez nos vuelve a mostrar lo que ya es su sello más característico, un lenguaje ágil, coloquial y cargado de imágenes que intentan arrancar una sonrisa rápida: “la curiosidad se convertiría en nuestro combustible de mayor octanaje”, “una vez que dieron las seis y quince, el timbre sonó con la puntualidad de un reloj atómico”. Pero también encontramos, como en las otras novelas de Rodríguez, bastantes frases fallidas y hasta de mal gusto, atribuidas a lo que el narrador llama aquí “la voz chusca que siempre me acompaña”; como cuando describe una eyaculación precoz como “el espectáculo de mi pichula como manguera descontrolada de bombero”.
A esos recursos se agregan en esta novela pasajes con una retórica mucho más pretenciosa, correspondientes a la novela dentro de la novela, cuyo modelo es El amor en los tiempos del cólera, aunque con desiguales resultados: “Su voz se desliza sobre el silencio como una serpiente, pero va dejando la piel en el camino, hasta que solo queda la ternura desnuda”; “La noche no llegaba a ser cavernaria porque la luna estaba a dos días de ser un plato y, además, los relámpagos amazónicos se estampaban a cada instante”.
Esos excesos retóricos, lejos de enriquecer el texto, revelan una cierta inseguridad literaria: la necesidad de impresionar, descuidando otros aspectos de la narración. Acaso por eso los personajes tampoco logran consolidarse. El protagonista, cuyo proceso emocional debería constituir el eje central, se desarrolla de forma previsible y sin conflictos profundos. La madre —figura importante, tanto en lo simbólico como en lo afectivo— no llega a ser un personaje complejo y con vida propia; solo resulta una figura funcional al argumento. Incluso los personajes secundarios, típicamente excéntricos y simpáticos, caen en todo tipo de estereotipos y lugares comunes (¿de verdad Hitler necesita contar con los dedos para hacer una operación matemática elemental?). Todo en la novela parece dispuesto para resultar “amable”, en el sentido menos exigente del término.
Mamita ofrece pasajes gratos, momentos emotivos y una estructura narrativa funcional; aunque esas virtudes, por sí solas, no bastan para hacer una obra literaria de verdadero valor. Rodríguez ha demostrado en sus novelas anteriores —Cien cuyes y Treinta kilómetros a la medianoche— su capacidad para retratar con agudeza, ironía y afecto a diversos sectores de la sociedad peruana. Pero en Mamita parece haber confiado excesivamente en la fórmula que hizo exitosos a esos libros. El resultado es una novela más previsible y menos lograda que sus predecesoras.
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