Hombre caído

El escritor español Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) alcanzó notoriedad internacional con Patria (2016), una novela sobre dos familias vascas fracturadas por décadas de violencia interna —la del terrorismo de ETA— que dejó como herencia culpas y heridas aún abiertas. La obra recibió los principales premios literarios en España y fue adaptada a una serie televisiva que, por su temática y carga política, captó atención también fuera de Europa, incluso aquí en Perú. Pero Patria no fue un debut: Aramburu ya tenía una sólida trayectoria literaria iniciada en 1996 con la novela Fuegos con limón, y que hoy incluye más de veinte libros de narrativa, entre novelas y conjuntos de cuentos. En su más reciente publicación, Hombre caído (Tusquets, 2025), regresa al formato breve, que él domina con solvencia.

Los 18 relatos que integran Hombre caído son muy distintos entre sí, tanto en el tono —hay piezas dramáticas, farsas, sátiras, ejercicios de humor negro— como en extensión y eficacia narrativa. El resultado es un conjunto desigual, pero unido por dos temas persistentes: la soledad y la muerte. No la muerte épica ni la soledad creativa, sino versiones íntimas y actuales de la derrota vital. El primer cuento, “Fotos de ardillas”, lo deja claro: Ana, una mujer que empieza a sentirse vieja, sale de su casa a pasear un rato, a tomarle fotos a las ardillas del parque. A través de conversaciones con las personas que encuentra en ese paseo nos vamos enterando de su triste situación: vive con sus padres, ambos seniles –no se pueden mover, ni la reconocen–, y se ocupa ella sola de atenderlos. Está agotada, desesperanzada y a punto de tomar una decisión radical. 

A diferencia de Patria, novela coral con abundantes saltos temporales y múltiples voces, los cuentos de Hombre caído apuestan por estructuras lineales, casi clásicas. Su potencia no radica en la innovación formal, sino en la hondura psicológica con que se retrata a personajes al límite. Así ocurre en “Dilema”, uno de los textos más conceptuales del libro, centrado en las cavilaciones del conductor de un auto que, debido a un accidente, se ve obligado a decidir, en segundos, si atropella a un niño o a un anciano. La elección moral, narrada con precisión, plantea una pregunta incómoda: ¿cómo se calcula el valor de una vida?

Otro cuento notable es “El suicidio de Richi Pardal”, en el que un padre desempleado, traicionado y hundido en la pobreza, decide suicidarse en público para generar dinero para sus hijos. Organiza una especie de espectáculo circense –un autor más joven habría elegido un stream por redes sociales–, que lo convierte en una celebridad local. El plan, por supuesto, fracasa. La fuerza del relato está en su tono: irónico, lúcido, con un humor negro que no encubre la tragedia sino que la expone con más crudeza. Aramburu capta aquí el vértigo de una sociedad donde la muerte también puede venderse como espectáculo.

En esa línea de relatos largos que giran en torno a la proximidad de la muerte, destacan “La tercera mano” y, sobre todo, “Klaus”. Este último es quizá el cuento más devastador del libro. Una pareja de esposos presencia la decadencia física y mental de su vecino Klaus, un profesor culto, refinado, que termina reducido a un cuerpo deteriorado y una mente en ruinas. No hay violencia explícita, pero sí una violencia sorda: la de la enfermedad, la dependencia, la desintegración del yo. La pareja, incómoda y temerosa, simula solidaridad mientras contiene el rechazo. Klaus encarna una figura clave del libro: el caído contemporáneo, vencido no por enemigos visibles, sino por el desgaste mismo de la vida.

Aunque Hombre caído es un conjunto irregular, sus mejores relatos componen un mapa del derrumbe personal en el mundo actual. Personas rotas, excluidas o solas que aún no han muerto, pero que ya fueron derrotadas. En ese sentido, el cuento que da título al libro condensa su espíritu. Dos hermanos discuten por dinero mientras caminan por la ciudad. De pronto, encuentran un grupo de personas rodeando a un hombre desplomado en la acera. Agoniza, pero nadie se atreve a socorrerlo. Cuando uno de los hermanos intenta ayudarlo, los demás lo detienen: “Levantarlo va contra las normas. No sé usted, pero ni yo ni estas personas que están aquí tenemos ganas de malmeternos con la autoridad”. El hombre queda tirado, y los hermanos se alejan discutiendo como si nada.

Este relato tiene ecos claros del poema “Masa” de César Vallejo, pero funciona como su reverso. Si en el poema la multitud, movida por el amor, resucita al muerto, aquí el caído sigue muriendo, porque la multitud no actúa, solo observa, calcula, se protege. También evoca —para los viejos roqueros— el video de la canción “Just” (1995) de Radiohead: el hombre caído, la multitud que se congrega, el misterio que nunca se aclara, pero que nos incomoda. Aramburu parece decirnos que ya no hay épica ni redención, solo vidas anónimas, colapsadas, invisibles para una sociedad que prefiere no intervenir.

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