Foe
J. M. Coetzee. Foe (Mondadori, 2005)
Cuando en 1719 el inglés Daniel Defoe publicó, tras un largo peregrinaje editorial, su novela Las aventuras de Robinson Crusoe dio origen a un vigoroso y complejo mito en el que se reunían la religiosidad y el colonialismo de la época con el elogio del individualismo y la capacidad de trabajo. Como todo mito, el de Robinson ha sido interpretado y actualizado por las siguientes generaciones de escritores, intelectuales y filósofos, incluyendo al propio Marx. Una de las más originales y polémicas versiones de esta vieja historia es la novela Foe (1986) del escritor sudafricano J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940), libro que recién ha sido traducido y publicado en nuestro idioma por la editorial Mondadori.
Coetzee -Premio Nobel de literatura 2003- respeta la época y los lugares del original, pero introduce algunas novedades, como el personaje de Susan Barton, quien es abandonada en la isla, aparentemente desierta, en que viven un casi senil Robinson Cruso (sin la e final) y Viernes, su esclavo mudo. Después de un año de la llegada de Susan el trío es rescatado por un buque mercante inglés y Robinson muere durante el viaje. Ya en Londres, Susan se hace cargo de Viernes y busca al escritor Daniel Foe para que convierta la aventura en la isla en una narración literaria. Pero Foe (palabra que en inglés significa “enemigo”) no parece tener tiempo para escribir el libro, pues vive tan agobiado por las deudas como el verdadero Defoe.
Casi toda la novela está constituida por las cartas que Susan le escribe a Foe. En la primera parte, las cartas cuentan las peripecias en la isla; en la segunda, estas cartas adquieren un carácter metaliterario. Susan se convierte en un personaje en búsqueda desesperada de su autor: “Señor Foe, hágame recobrar el ser que he perdido: esta es mi súplica”. Sólo en la tercera y última parte (hay una cuarta parte que es un colofón poético) Foe habla directamente con Susan, en una conversación enigmática y rica en ideas. En ese extenso diálogo uno de los temas recurrentes es Viernes, su condición de esclavo y su imposibilidad de acceder al lenguaje; detalle que parece aludir a las reflexiones de G.Spivak sobre los sujetos "subalternos". En la ficción de Coetzee no se afirma ni se descarta que Cruso le haya cortado la lengua a Viernes.
Las diferencias entre este relato y su prestigioso modelo están marcadas por los temas de debate cultural de nuestro tiempo: la importancia del personaje femenino (en el original no hay mujeres), la apatía y falta de religiosidad de Robinson, la problemática derivada del origen y destino de Viernes. Y así como Cruso es más un hombre del siglo XXI que del XVIII, Foe es también un escritor con una muy posmoderna falta de certezas: “... en mi vida de escritor a menudo me he visto perdido en el laberinto de la duda”, “¿hasta qué punto el escribir no es sino mera divagación?”. Son estas dudas la verdadera causa de su reticencia a escribir el seguramente exitoso libro sobre esa isla desconocida.
Mientras ese libro no se escribe, todos los personajes viven en un extraño limbo, un mundo irreal en el que aparecen y desaparecen personajes como una fantasmal y absurda hija de Susan. Esos detalles y lo vago e impreciso de muchas de las reflexiones de los protagonistas hacen que se pierda bastante de la tensión narrativa. De todas maneras, Foe resulta una interesante actualización del viejo mito, además de ser la primera de la serie de novelas metaliterarias de Coetzee. Una serie que llega hasta la reciente Hombre lento (2005) y tiene su mejor expresión en El maestro de Petersburgo (1994), basada en la vida y obra de Dostoievski.
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Copio el capítulo final de Foe
IV
La escalera es oscura y sórdida. En el rellano tropiezo con un cuerpo. No se mueve, no hace el menor ruido. A la luz de un fósforo veo que se trata de una mujer o de una muchacha, con los pies arrebujados en un largo vestido gris y las manos medio cerradas a la altura de las axilas; ¿o no será, más bien, que sus miembros son antinaturalmente cortos, los miembros atrofiados de una tullida? Su rostro está envuelto en una bufanda de lana gris. Empiezo a tirar de ella, pero la bufanda no tiene fin. Recuesta perezosamente la cabeza. Todo su cuerpo apenas pesa más que un saco de paja.
La puerta no está cerrada con llave. La luz de la luna entra a raudales por una ventana solitaria. Algo, una rata o un ratón, se desliza velozmente por el suelo.
Están tendidos en la cama uno junto al otro, sin tocarse. La piel, seca como si fuera de papel, se pega a los tirantes huesos. Sus labios, que al entreabirse dejan al descubierto los dientes, parecen esbozar una sonrisa. Tiene los ojos cerrados.
Levanto la ropa de la cama conteniendo el aliento, esperando encontrar desasosiego, polvo, descomposición; pero su aspecto no puede ser más tranquilo, él enfundado en su camisón de dormir, ella con su camisa. Incluso flota en el aire un olor ligero a lilas.
Al primer tirón la cortina que divide la alcoba se hace jirones. El rincón está sumido en una oscuridad de brea, en el aire viciado de este aposento mis fósforos no se quieren encender. Gateando, a tientas, doy con el criado Viernes, tendido boca arriba cuan largo es. Le toco los pies, que están duros como madera, y luego mi palma sube palpando la tela recia y suave que envuelve su cuerpo hasta alcanzar el rostro.
Aunque su piel está aún tibia, tardo bastante en encontrar el pulso de la sangre en su garganta. Es muy débil, como si su corazón latiera en algún lugar remoto. Le tiro suavemente del pelo. No cabe duda de que es como de oveja.
Tiene los dientes apretados. Meto una uña entre los de arriba y los de abajo y presiono tratando de abrírselos.
Quedo tendida boca abajo en el suelo, a su lado, mientras el olor a polvo largo tiempo acumulado penetra las ventanas de mi nariz.
Al cabo de un buen rato, tan largo que tal vez me haya quedado dormida, se mueve, suspira y se da vuelta. Su cuerpo hace un ruido sordo y seco, como hojas cayendo sobre otras hojas. Sus dientes se abren. Me arrimo más aún, acerco mi oído a su boca y espero.
Al principio no se oye nada. Luego, tratando de ignorar el latido de mi propio corazón, empiezo a oír un rumor lejano, casi imperceptible: como ella dijo, el rumor de las olas en una caracola de mar; y fundiéndose en un todo, como si alguien tocara a intervalos las cuerdas de un violín, el gemir del viento y el canto de un pájaro.
Me arrimo más aún y distingo otros sonidos: el gorjeo de unos gorriones, el golpe sordo de un azadón, la llamada de una voz.
De su boca sin aliento brotan los sonidos de la isla.
En un rincón de la casa, a una altura por encima de la cabeza, hay una placa atornillada a la pared. “Daniel Defoe, autor”, reza en caracteres blancos sobre fondo azul, y luego hay más cosas escritas, pero en letra demasiado menuda para poder leerlas.
Penetro en el interior. Aunque es un soleado día de otoño, la luz no traspasa estos muros. En el rellano tropiezo con el cuerpo, ligero como paja, de una mujer o de una muchacha. La habitación está aún más oscura que antes; pero buscando a tientas en la repisa de la chimenea encuentro un cabo de vela y lo enciendo. Arde con una tenue llama azulada.
La pareja yace a cara a cara en el lecho, la cabeza de ella recostada sobre el arco del brazo de él.
Viernes, en su alcoba, se ha vuelto contra la pared. En su cuello –nunca había reparado antes en ello- se dibuja una cicatriz que parece un collar, una cicatriz hecha por el roce de una soga o de una cadena.
En la mesa no hay más que dos platos cubiertos de polvo y una jarra de cerveza. En el suelo hay una valija de correo con goznes y cierre de latón. La pongo sobre la mesa y la abro. La hoja amarillenta que está encima de las otras se deshace en una nítida medialuna bajo la presión de mi pulgar. Acerco el candelabro y leo las primeras palabras escritas con una letra alta y sinuosa: “Querido señor Foe, al final me sentí incapaz de seguir remando”.
Con un suspiro, sin salpicar casi, me deslizo por la borda al agua. Preso de la corriente el bote se aleja dando bandazos, arrastrado hacia el reino austral de las ballenas y de los hielos eternos. A mi alrededor flotan sobre las aguas pétalos arrojados por Viernes.
Nado hacia los sombríos acantilados de la isla, pero algo romo y pesado se enrosca a mi pierna, algo acaricia mi brazo. Estoy en medio del gran banco de algas marinas: sus espesas frondas suben y bajan mecidas por la marea.
Con un suspiro, sin salpicar casi, hundo la cabeza bajo el agua. Pasando una mano sobre la otra me deslizo por sus troncos y desciendo, mientras los pétalos flotan en torno mío como una lluvia de copos de nieve.
La oscura mole del barco hundido está salpicada de manchas blancuzcas. Es inmensa, más grande que el leviatán: viejo casco desarbolado, partido por la mitad, invadido por la arena por todas partes. las planchas de madera están ya negras, el boquete que hace las veces de entrada, más negro aún. Si hay realmente un sitio en el que aceche el kraken, con sus ocultos y pétreos ojos abisales, siempre vigilantes, ese sitio está, sin duda, aquí.
La arena se levanta en lentos remolinos envolviendo mis pies. No hay ningún tropel de alegres pececillos. Entro por el boquete.
Estoy bajo cubierta, ando sobre el lado de babor abriéndome paso por entre traviesas y codastes esponjosos al tacto. El cabo de una vela cuelga de mi cuello sujeto por una cuerda. Lo llevo por delante como si fuera un talismán, aunque no da ninguna luz.
Algo blando obstruye mi paso, tal vez sea un tiburón, el cuerpo de un tiburón muerto y recubierto de carnosas flores de las profundidades, o el cadáver de algún vigía envuelto en una tela ya medio podrida, sobresalto tras sobresalto. Gateando, paso adelante y sigo mi camino.
Nunca se me había ocurrido que el mar pudiera estar sucio. Pero bajo mis manos la arena es blanda, viscosa, malsana, como si quedara al margen de la circulación de las aguas. Es como ese cieno de Flandes, en le que generaciones y generaciones de granaderos yacen ahora muertos, pisoteados en las posturas del sueño. Si me quedo quieta, aunque sea solo un instante, siento como voy hundiéndome, pulgada a pulgada.
Llego a una mampara y a una escalera. La puerta a la que conduce la escalera está cerrada, pero cuando arrimo el hombro y empujo, el muro de agua cede y puedo pasar dentro.
No es una casa de baños en medio del campo. En el oscuro espacio del camarote el agua está quieta y pútrida, la misma agua del día anterior, del año pasado, de hace trescientos años. Susan Barton y su difunto capitán, hinchados como cerdos dentro de sus blancos camisones, con sus miembros saliendo tiesos de su tronco y las manos, arrugadas por la larga inmersión, extendidas en ademán de bendecir, flotan como si fueran estrellas rozando casi el techo con sus cuerpos. Paso arrastrándome por debajo de ellos.
En el rincón del fondo, bajo los yugos de popa, medio enterrado en la arena, con las rodillas dobladas y las manos entre los muslos, encuentro a Viernes.
Tiro de ese pelo suyo tan parecido a la lana, palpo la cadena que lleva al cuello.
-Viernes- le digo, intento decirle, poniéndome de rodillas a su lado, hundiendo manos y rodillas en el lodo-, ¿qué es este barco?
Pero este no es lugar para las palabras. Cada sílaba que se articula, tan pronto sale de los labios es apresada, se llena de agua y se desvanece. este es un lugar en el que los cuerpos cuentan con sus propios signos. Es el hogar de Viernes.
Da vueltas y más vueltas hasta que al fin queda tendido cuan largo es, con el rostro vuelto hacia mí. La piel se adhiere tensa a sus huesos, sus labios se entreabren. paso un dedo por sus dientes tratando de hallar una entrada.
Su boca se abre. de su interior, sin aliento, sin interrupción, brota una lenta corriente. Fluye por todo su cuerpo y se desborda sobre el mío; atraviesa la pared del camarote, los restos del barco hundido, bate los acantilados y playas de la isla, se bifurca hacia el norte y hacia el sur, hasta los últimos confines de la tierra. Frías y suave, oscura e incesante, se estrella contra mis párpados, contra la piel de mi rostro.
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