Electra en la ciudad
Patricia de Souza. Electra en la ciudad (Alfaguara, 2006)
Con cuatro novelas publicadas en siete años, desde Cuando llegue la noche (1994) hasta Stabat Mater (2001), Patricia de Souza (Ayacucho, 1964) es sin lugar a dudas una de nuestras más perseverantes y originales narradoras. Su obra se aparta del realismo y costumbrismo dominantes para, partiendo de personajes complejos y reflexivos, explorar las posibilidades de una narrativa basada en una cierta “retórica especulativa”, y por lo tanto mucho más rica en imágenes e ideas. Radicada en Europa desde hace años (algunas de sus novelas han sido traducidas al alemán) de Souza acaba de publicar, Electra en la ciudad (Alfaguara, 2006), una novela ambiciosa que resume temas y motivos de toda su obra.
Electra... cuenta la historia de Magdalena, joven escritora peruana (sensible y culta, como todos los protagonistas de esta narrativa) en una constante búsqueda existencial y estética que la lleva de Lima a París y de la literatura a las artes plásticas. El cuerpo de la novela está constituido en su mayor parte por las reflexiones de este personaje y por la correspondencia que sostiene con su amiga y compañera de escuela Soledad, una funcionaria de ONG tan angustiada y llena de problemas como Magdalena. Completa el trío de protagonistas Jacob, amigo y ocasional amante de ambas, quien también está en su propia búsqueda pero de experiencias límites, ya sea a través de las drogas o misticismos de cualquier tipo.
Aparentemente no se cuentan muchas cosas, pues los personajes se dedican más que nada a describir sus pensamientos y sensaciones (“la sensación que sentía...” es una frase recurrente en todo el libro); pero estas descripciones suelen llevarlos a rememorar su pasado, incluyendo episodios de la infancia y adolescencia. La trayectoria vital de Magdalena es especialmente interesante y representa también una evolución estética, tras la huella de Rimbaud, que va de la narrativa clásica y tradicional de Julio Ramón Ribeyro (incorporado con su propio nombre a la ficción) hasta el malditismo de “Rola”, artista plástico y amante de Magdalena, un personaje basado en la figura del pintor José Tola.
Este sugestivo esquema narrativo pierde algunas de sus posibilidades por lo monótono y reiterativo de ciertas situaciones y personajes. Aunque Magdalena, Soledad y Jacob representan tres tipos de búsquedas diferentes (estética, ética y metafísica respectivamente), encajan bien dentro del estereotipo limeño del “posero”: “afectado”, “vanidoso” y “solipsista”, citando calificativos que encontramos en el propio libro. La autora ha pretendido hacer de cada personaje “una conciencia en estado de alerta que describe la rotación de sus intuiciones...”, pero esa intuiciones a veces se limitan a relacionar cualquier cosa -ya sea trivial o trascendente- con la “luminosidad de las películas de Bergman” o “la nota dodecafónica de Schönberg”.
A pesar de ello, hay en la novela muchas páginas valiosas, especialmente aquellas en las que la autora aplica su “retórica especulativa” (cuyo modelo parece ser la del austríaco Thomas Bernhard) a los temas más personales e importantes de su narrativa, como el de los límites del lenguaje o la problemática relación de las mujeres con su cuerpo, planteada en El último cuerpo de Úrsula (2000). Más amplia y mejor desarrollada, Electra en la ciudad se presenta por eso como compendio y conclusión de toda una etapa dentro de la obra de Patricia de Souza.
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Copio las primeras páginas de Electra en la ciudad
UNO
Nunca he podido reconocerme en la mirada de un hombre. Es como un juego de sombras que proyecta una cantidad infinita de mujeres, las que no he sido y no seré. Por mucho tiempo he creído tener ojos para esa luz. Es una búsqueda permanente, terca, semejante a una música que no se acaba de componer y que no podemos tocar, entonces, es así que evoco ese mito extraño de Electra, símbolo de una lucha constante por deshacerme de esa dominación, de un origen, para tener mi propio nombre. toda mi existencia ha dependido de esa mirada de reconocimiento. Por mucho tiempo he creído tener ojos para esa luz.
Mi culto por las imágenes ha hecho de esto mi perdición, una pasión última y primitiva, casi irreprimible. Me cuesta mucho alejarme de la textura y el color de unos ojos, del volumen de un cuerpo, porte de guerrero indio después de una batalla, pero siempre, un guerrero. O debería decir, guerreros, en plural para incluir también a aquellos hombres desconocidos, de los que sólo vemos una parte del cuerpo, o los que intuimos como “nuestros” perfectos complementos. Olvidar el olor rancio de una saliva y la imagen que tengo de mi propio rostro reflejado en el espejo de una sala: el pelo negro, corto, la mirada intensificada por el ángulo del cerquillo... Es una imagen que contemplo en la superficie y acepto como la verdadera imagen de mí misma, pero he aquí que volteo la cabeza y veo algo nuevo: la mirada de alguien que me observa desde la oscuridad.
Por ejemplo, una noche, en un teatro, observo a Laurent dirigir una de sus piezas. Él me ha invitado a su estreno en un pequeño teatro de Montauban. Se trata de una pieza una escrita por una autor alemán, costumbrista y sin mayor interés salvo por la belleza del local donde se realiza y por la sensación que siento cuando estoy sentada, esperando que empiece la función. Laurent está vestido de bávaro y, desde el estrado, me busca con la mirada tratando de encontrar mi aprobación. Yo nunca me he sentido realmente atraída por él (tenía esas bellezas que se contemplan pero que no nos comprometen), salvo en ese instante en que la delicadeza de sus gestos y movimientos, el color escarlata de su piel y de sus cabellos, sus ojos, la manera como levanta el brazo para llevarlo hacia su cabeza, su voz, y las cosas que va diciendo mientras no deja sde mirarme, se pegan a mi cuerpo extendiendo una red vasta de sensaciones y valores, un a sangre ardiente que hace de ese encuentro algo extraordinario, íntimo y de completa armonía.
Es un estado de absoluta quietud, igual que en un sueño absoluto, perfecto e irreal, En ese instante pienso que tal vez Laurent es la persona que me ha hecho sentir el mayor bienestar, la persona cuyo mundo no me cuesta comprender, permitiéndome que me acerque a él con confianza y sin miedo. Laurent entra en mí sin violencia, es la ecuación perfecta que me integra al mundo y, sin embargo, esto tiene poco que ver con mi propia historia porque nunca más lo he vuelto a ver. Si hubiera querido ser completamente fiel a ese instante de armonía, hubiese tenido que suicidarme.
A lo mejor, pienso en silencio, vivir se reduzca a aceptar los fragmentos de nuestra experiencia como precarios y absolutos, y dejar flotar esas islas paradisíacas en un mar calmo y sin memoria, sin paranoia y sin ganas de alcanzarlos.
Algunas veces he cerrado una puerta consciente de estar ausente en ese gesto, o colgado el teléfono como si se tratase de la escena de una película: he actuado mi propia vida y ese gesto me ha parecido vacío y sin significado. No ha existido hasta hacerse concreto en la mirada de otra persona, que es su impresión, su fotografía. En realidad, en aceptar esa dependencia radica toda mi fuerza de acción, mi condena, pero también mi goce.
El primer hombre que aparece en mi vida es mi padre, luego, con la religión católica, Jesucristo. la secularización de esa imagen tutelar en el caso de algunas mujeres no aparece sino después de lña pubertad; en mi caso, sucede con una crisis religiosa profunda que casi me lleva al nihilismo y a una neurosis aguda. esto marca una etapa de mi vida, a manera de terremoto, sucede de un instante a otro.
Comprender lo que he dicho puede ser banal, pero pensar que un libro puede mantener esa presencia masculina intacta a lo largo de los años, es más bien para echarse a reír. En el momento en que la hepatitis tenía postrado a mi padre en la cama de un hospital, solo pensé en apropiarme del diario de André Gide con una indiferencia que me cuesta aceptar. Un libro rojo en una edición completa de la editorial Aguilar. ¿Qué otra cosa poseo de él? Una o dos imágenes fuertes que no puedo recordar muy bien. Son escenas que se mantienen en la oscuridad del principio sin revelarme su identidad, a veces, aparecen iluminadas por un ligero brillo, y casi nunca son compactas sino fragmentadas, como las piezas de un rompecabezas. Así empieza una parte de esa genealogía masculina que deseo describir para saber por qué hay algo pendiente, siempre una cantidad de hombres que esperan una especie de ejecución.
Tengo la impresión de haber abierto alguna vez los brazos hacia un cielo hambriento e intenso, donde algunas nubes forman una masa blanca y sedosa, a punto de crear algo extraño, una catástrofe natural, un movimiento violento de la tierra, como un terremoto, mientras yo, pequeña, me aferro a las líneas tubulares de las piernas de mi padre, segura de que sólo él me puede proteger. Luego debo haber comprendido que mi existencia depende de la aniquilación de esa misma persona, de la renuncia de todo tipo de servilismo hacia él, de la renuncia a su amor y aceptación.
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