Las películas de Fuguet
Alberto Fuguet. Las películas de mi vida (Alfaguara, 2003)
Líder de la generación McOndo y de la narrativa light latinoamericana, Alberto Fuguet (Chile, 1964) se hizo conocido con un precario primer libro de cuentos, Sobredosis (1990), al que siguieron, en un proceso de superación literaria, las novelas Mala onda (1991), Por favor rebobinar (1994) y Tinta roja (1996), esta última llevada al cine por Francisco Lombardi. Tras un largo silencio, Fuguet acaba de publicar una nueva novela, Las películas de mi vida (Alfaguara, 2003).
Beltrán Soler, el protagonista del libro, es un sismólogo chileno que de niño viajó, con su hermana y sus padres, a radicarse a California, en la periferia de los grandes estudios cinematográficos. Cuando ya estaba perfectamente adaptado al medio y al idioma inglés, su familia retornó a Chile, poco después del golpe de Pinochet. Esos cambios afectarían a Beltrán, convirtiéndolo en un joven inseguro y solitario, además -desde sus días californianos- de un fanático del cine. Ya adulto, motivado por un encuentro casual en un aeropuerto, Beltrán rememora medio centenar de episodios de su vida, y con ellos sus relaciones con parientes y amigos de juventud, enlazando cada episodio con alguna película, aquella que vio precisamente en el momento evocado en su narración.
Así, los capítulos de esta novela llevan títulos como La leona de dos mundos, Krakatoa al este de Java, Terremoto, o Infierno en la torre. Lamentablemente, Fuguet no logra casi nunca desarrollar el vínculo entre recuerdos y películas, que en la mayoría de los casos se limita a que el título es una especie de comentario irónico a lo narrado; como en El atleta más grande del mundo, acerca de un primo de Beltrán que aparecía como deportista, aunque en realidad no lo fuera, en cierta campaña publicitaria. Y al tratarse en su mayor parte de películas de serie B o hechas para televisión, lo poco elaborado de sus tramas y situaciones parece influir en la novela, al punto que personajes como Zacarías Enisman o Marjorie parecen sacados directamente de comedias tipo American pie.
A pesar de esos descuidos en la estructura y la estrategia narrativa, Fuguet nos entrega algunas páginas interesantes, especialmente aquellas en que explota mejor el contraste entre la mirada infantil e inocente del protagonista y lo turbio y complejo del mundo de los adultos que va descubriendo. La profesión de sismólogo enfatiza la preocupación de Beltrán por los cambios violentos (“Todo acaece como en los terremotos: de sopetón” dice el epígrafe del libro); pero incluso este recurso resulta uno más de los muchos elementos que no están bien integrados a la estructura de la novela. Otros son el personaje de Lindsey, que aparece al principio, motivando las evocaciones de Beltrán, para simplemente desaparecer poco después; o las alusiones a las persecuciones políticas durante los primeros años del gobierno de Pinochet.
Interesado en dar a la novela una cierta atmósfera de modernidad, Fuguet incluye (como en los libros de muchos escritores principiantes o inexpertos) eslóganes publicitarios, diálogos telefónicos y correos electrónicos. Un rasgo verdaderamente preocupante, porque uno de los mayores méritos literarios de su obra anterior, que lo destacaba entre sus compañeros de generación, era precisamente el manejo de una retórica personal en la que los elementos de la modernidad, incluyendo palabras en inglés, eran provechosamente utilizados como fuente de figuras literarias, imágenes y símiles que se integraban con naturalidad al discurso narrativo. Acaso la pérdida de esa habilidad sea el motivo de su largo silencio literario, los siete años transcurridos desde la publicación de Tinta roja.
Con una fuerte carga autobiográfica -la vida de Beltrán es muy similar a la de su creador- Las películas de mi vida es, como señala Mario Vargas Llosa en una breve nota de presentación, una novela moderna y divertida; pero nada más que eso. El esperado retorno de Fuguet a la narrativa nos deja un marcado sabor a decepción.
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