El habitante del desierto


Escritor y sociólogo, Abelardo Sánchez León (Lima, 1947) es uno de los más reconocidos poetas de la generación del setenta, y junto con Enrique Verástegui y José Watanabe formó una especie de trilogía de autores que, a pesar de su cercanía a los grupos poéticos de aquellos años, mantuvieron siempre su independencia y calidad creativa. Tras publicar una decena de poemarios —desde Poemas y ventanas cerradas (1969) hasta El mundo en una gota de rocío (2000)—, en los últimos años Sánchez León ha estado más dedicado a la narrativa (novelas y libros de crónicas). Su reencuentro con la lírica fue con el libro Grito bajo el agua (2013), al que ahora se suma su más reciente poemario: El habitante del desierto (Paracaídas, 2016).
Sánchez León suele trabajar sus poemarios como unidades muy bien estructuradas, con textos que desarrollan una misma temática y que también comparten una serie de tópicos, símbolos y hasta una imaginería específica. En el caso de este nuevo libro, todo remite a la aridez del desierto, a la sequedad de la muerte y a la idea de que la existencia humana no es más que el difícil tránsito por un desierto: “Tropiezas con caravanas de comerciantes, buses, aldeas sucesivas… Se muere lento en el desierto, sin resistencia, sin darnos cuenta”, se lee en el primer poema, “A cierta distancia”. Los motivos propios del desierto continúan desarrollándose en textos como “La tienda iluminada”, “La caravana” y “La ciudadela”, en los que asoman temas como el erotismo, la añoranza de la juventud y hasta la propia literatura.

Poco a poco el universo creado por los textos comienza a asimilarse al paisaje limeño; después de todo, Lima es una ciudad en medio de un desierto. Y con ello se incorporan algunas historias “realistas”, casi recuerdos de adolescencia: “Cartelera” es una visita al antiguo cine Bijou, en pleno jirón de La Unión; y “Cementerio Municipal”, un recorrido por ese lugar, hoy un estadio. Entre estos textos, ubicados en la mitad del libro, encontramos algunos de los poemas más intensos y conmovedores: “La mayoría silenciosa” nos presenta a un hombre mayor, “un marido como tantos, / como los de su barrio”, quien de niño fue víctima de abusos sexuales en un colegio religioso; o “De un lugar a otro”, el macabro reencuentro con los cuerpos de los padres, después de cincuenta años de su muerte.

Los últimos poemas vuelven nuevamente a la austeridad del desierto, pero esta vez imperan las imágenes de ausencia, decrepitud y muerte: “A la muerte, de llegar, se la espera en el desierto” (“Un estado de cosas”), “El desierto es un canto eterno entretejido de olvidos” (“El desierto”),”Te desplazas, de andar, / en medio de la nada. La nada existe en el desierto” (“Desierto rojo”). De esta manera, El habitante del desierto nos lleva de la nada a la nada, tras una breve paso por el oasis de nuestra realidad cotidiana; pero enfocándose en sus aspectos más oscuros y terribles. Un muy buen poemario, de los mejores que se han publicada en nuestro medio en el presente año.

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