El archivo personal de Julio Ramón Ribeyro
Luis Fuentes. El archivo personal de Julio Ramón Ribeyro (Cultura Peruana, 2006)
Cuenta Julio Ramón Ribeyro (Lima 1929-1994) que en medio de una crisis vocacional (alrededor de 1970), y mientras visitaba una escuela pública limeña, un grupo de alumnas le entregó una bolsa de plástico diciéndole “esto es un obsequio... para que pueda seguir escribiendo”. Al abrirla encontró “cantidades de lapiceros y como 10 o 15 cintas de máquina de escribir”, algo que lo emocionó y convenció de continuar en la literatura. Este testimonio es recogido por Luis Fuentes Rojas (Lima, 1964) en el libro El archivo personal de J.R. Ribeyro, una completa bibliografía ribeyriana que además recupera una serie de textos de este escritor nunca antes publicados en un libro.
De formación castrense, especializado en Administración de Materiales, Fuentes confiesa haber sido durante muchos años un lector fanático de JRR, y que ese fanatismo lo llevó a buscar absolutamente todos los textos publicados por el escritor. Con el paso del tiempo la búsqueda se ampliaría a “todo lo que se publicó respecto a él y su obra en libros y revistas, tanto en el Perú como en el extranjero”. Ya en este punto, resultó determinante la colaboración de especialistas como Jorge Coaguila, autor de varios libros sobre JRR, quien sugirió a Fuentes convertir el fruto de su investigación en libro.
La producción escrita de JRR registrada por Fuentes abarca 791 textos, entre libros de cuentos, novelas, obras teatrales y prosas (se incluyen reproducciones a color de las portadas de unos 100 libros de y sobre JRR), ensayos, artículos, cartas y otros. En la sección Producción escrita sobre JRR se reúne información sobre más de 2,000 textos, entre los que figuran 23 libros –desde Ribeyro y sus dobles de Wolfgang Luchting (1971) hasta JRR, una ilusión tentada por el fracaso (2006) de Galia Ospina–, tesis universitarias, estudios, ensayos, artículos y entrevistas. Para orientar a los lectores en este verdadero mar de referencias bibliográficas, el libro tiene además un útil índice onomástico.
Los 22 Textos de la otra ribera, escritos por JRR, en su mayor parte fueron publicados en diarios y revistas. Predominan los artículos circunstanciales (exposiciones, polémicas olvidadas) y con temas extraños (la alquimia, el adobe, teorías insólitas), aunque también se incluye un cuento, En la guillotina, seguramente eliminado de Cuentos de circunstancias (1958). Destacan en el conjunto Coloquio con un poeta célebre (1953), conversación entre JRR y el poeta Vicente Aleixandre, y JRR habla sobre su obra, una conferencia de 1984 que hemos citado líneas arriba. Y en ambos casos, el amateurismo literario de Fuentes le hace incurrir en gruesos errores de transcripción.
Esa “inocencia” se manifiesta también en la elección de los prologuistas, los escritores Carlos E. Zavaleta y Fernando Iwasaki. Zavaleta, quien desde hace años intenta que se le reconozca –con toda justicia– como uno de los renovadores de la narrativa peruana, aprovecha la oportunidad para comentar más sus propios cuentos y novelas que la narrativa de JRR. Iwasaki, por su parte, continúa contando sus recuerdos de adolescente enamoradizo que ha reunido en Libro de mal amor. Pero esto no debe restarle méritos a El archivo personal de J.R. Ribeyro, desde ahora un libro imprescindible para quienes deseen estudiar la obra de Ribeyro.
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Copio uno de los textos de Ribeyro incluidos en El archivo personal de Julio Ramón Ribeyro
EL AMOR A LOS LIBROS (1957)
Alfredo González Prada cuenta que su padre, don Manuel, sentía por los libros un respeto casi religioso, al extremo que era incapaz de subrayarlos o trazar notas marginales. Se contentaba con redactar largas tiras de comentarios que añadía cuidadosamente al final de cada libro leído. Todo ello indica que don anuel no amaba a los libros, sino que era un respetuoso” lector.
En realidad, existe un amor físico a los libros muy diferente al amor intelectual por la lectura. Por lo general, el gran lector no ama los libros, así como el don Juan no ama a las mujeres. El gran lector coge los libros conforme caen en sus manos, los usa y los olvida. El amante de los libros, en cambio, los ama en sí mismos como cuerpos independientes y vivos, como conjunto de páginas impresas que es necesario no solamente leer, sino palpar, alinear en un estante, incorporar al patrimonio material con el mismo derecho que al bagaje del espíritu. El amante de los libros no aspira solamente a la lectura sino a la propiedad. Y esta propiedad necesita observar todas las solemnidades, cumplir todos los ritos que la hagan incontestable.
El amor a los libros se patentiza en el momento mismo de su adquisición. El verdadero amante de los libros no tolera que el expendedor se los envuelva. Necesita llevarlos desnudos en sus manos, irlos hojeando por el camino. Meter los pies en un charco de agua, sufrir todos los trastornos de un primer encantamiento. Llegando a su casa, lo primero que hará será grabar en la página inicial su nombre y la fecha del suceso. Porque para él toda adquisición es una peripecia que luego será necesario conmemorar. Con el tiempo dirá: “Hace tantos años y tantos días que compré este libro”, como se dice: “Hace tanto tiempo que conocí a esta mujer”.
Cumplido este requisito, el amante de los libros cogerá el primer objeto que encuentre a su disposición -sea regla, tarjeta u hoja de afeitar- y comenzará a cortar las páginas del libro y lo irá leyendo progresivamente con vehemencia, con sobresalto; como se ama a una novia conforme se la va descubriendo. Y durante el proceso de la lectura no resistirá ninguna tentación. Lo cubrirá de caricias y rasguños. Las páginas se irán cubriendo de “ojo” admirados, de objeciones marginales a sus ideas atrevidas, de interrogaciones a sus párrafos oscuros. Y solamente así -después de haberlo hecho viajar en tranvía, después de haberse introducido con él en la cama- podrá decir que ha leído ese libro, que lo ha poseído, que lo ha amado.
Es por ese motivo que el amante de los libros es intolerante con los libros ajenos. Leer un libro ajeno
es como leerlo a medias. Si el libro es nuevo el lector necesitará observar cierta cortesía -forrarlo, probablemente- necesitará, además ser condescendiente con sus ideas, aceptar políticamente algunos puntos discutibles, combatir de continuo sus impulsos voraces y contentarse, por último, a dar aquí y allá un ligero toquecito a fin de no hacer ostensible, a ojos del propietario ese abuso de confianza. Si el libro prestado es viejo y releído la situación varía
radicalmente. El lector se enfrentará a él con la animosidad, con el escepticismo de quien se apresta recorrer una floresta ya explorada, de la cual se ha recogido sus más sabrosos frutos. Cuando más, se limitará a descubrir algún rincón oculto que pasó inadvertido al propietario y en el cual pondrá el regocijo de un verdadero hallazgo.
Por esta misma razón, el amante de los libros no puede frecuentar bibliotecas públicas. El acto le parecerá tan humillante y pernicioso como visitar las casas de tolerancia. Los libros puestos a disposición de la comunidad son libros indiferentes, son libros fríos con los cuales no nace un acto de verdadero amor, no se crea relación de confianza. Frente a ellos, solamente, podrá a veces practicarse algún acto de
brutalidad, como arrancar una de sus páginas. Hay gente, sin embargo, que solo lee en las bibliotecas públicas y eso revela, en el fondo, una profunda incapacidad para amar.
Un libro leído y amado es un bien irremplazable. Al gran lector no le pesará perder o regalar un libro
suyo porque podrá adquirir otro idéntico. Para el verdadero lector no existen libros idénticos, por
semejantes que sean. Cada libro es para él una amistad con todas sus grandezas y sus miserias, sus disputas y sus reconciliaciones, sus diálogos y sus silencios. Al
releer estos libros -el amante es sobre todo un relector- irá reconociendo sus horas rendidas, sus viejos entusiasmos, sus dudas inútiles. Un libro amado es un fragmento de vida, Perdido el libro, queda un vacío en la memoria que nada podrá remplazar. Los verdaderos amantes de los libros inscriben su vida en ellos. Se podría adivinar el carácter de una persona, se podría incluso trazar su biografía, examinando no
solo qué libros ha leído, sino cómo los ha leído.
El amor a los libros, como toda pasión violenta, está sujeto a una serie de arbitrariedades. A menudo, por atención al formato se es injusto, se es injusto con
el contenido. Es frecuente tener a nuestra disposición durante muchos meses un libro sin que nos dignemos a abrirlo porque su encuadernación nos produce una viva
antipatía. Un amigo me confesaba que durante mucho tiempo Stendhal le pareció un mal escritor, porque la edición de Rojo y negro que tenía era una edición vulgar, mal vestida, plena de errores tipográficos. Pero le bastó ver la misma novela en una bella vitrina
ataviada no se sabe para que feria, para que de inmediato cobrara por ella una simpatía irresistible. La consiguió, naturalmente, y hasta la fecha -la
novela- no la ha quitado de su cabecera.
Esto no quiere decir que el amante de los libros se deje seducir por el lujo. Para él, una edición áspera al tacto, una edición plebeya será tan inadmisible
como una en papel Holanda. Hay libros que por su insolente belleza intimidan: su forro de piel, el oro que recarga su superficie nos indican de inmediato que debe tratarse de un libro caro, de un libro incómodo y
difícil de usar, al cual no podremos, por ejemplo, poner en la mesa de un restaurante sin que corra el peligro de mancharse. Despertaría, además, la codicia
de nuestros amigos, y no faltaría uno que lo pidiera prestado por una noche y no lo devolviera jamás.
Un libro, para ser amado, necesita poseer otras y más delicadas cualidades. Necesita, en realidad, un mínimo de decoro, de gusto, de misterio, de proporción; en suma, aquellas cualidades que podemos exigir, discretamente, en una mujer. Por esta razón es que entre las mujeres y los libros existen tantas secretas correspondencias. Hay libros que terminan sus vidas
solitarios, que jamás encuentran un lector. Hay lectores que jamás encuentra su libro.
* Suplemento Dominical de El Comercio. Lima, 14 de julio de 1957, p.3.
He leido poco de Ribeyro, soy un lector desordenado leo aqui y leo alla.Pero leer a Ribeyro es algo emocionante. Es mas, tocar un libro de Ribeyro, produce un poco de temor. Es un viaje a no se donde ni se como terminara. Pueden se cuentos que te lleven a lo mas profundo de tu sensibilidad o pueden ser reflexiones contundentes, groseramente veraces pero con una sensibilidad humana superior. Por ello tengo miedo de leer un libro de Ribeyro.Porque necesito tiempo para leerlo.Uno no puede leer a Ribeyro a sobresaltos, lo tienes que leer de corrido para que sea un solo dolor una sola lagrima Ribeyro es acercarte a lo humano, en sus matices mas dolorosos.
Pero aun en medio del dolor y de la lagrima Ribeyro no denigra la condicion humana, al contrario la enaltece. "Al pie del acantilado" uno de sus cuentos que he leido mas veces, de solo recordarlo no puedo evitar el ahogar una lagrima, pero tambien una esperanza porque todos somos como la higuerilla crecemos siempre, alli en las ranuras del asfalto en los terrenos salitrosos alli donde todos nos pisan y nos agreden seguimos y seguiremos creciendo
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