Hombre lento


J. M. Coetzee. Hombre lento (Mondadori, 2005)

Las primeras líneas de Hombre lento, la más reciente novela de J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940), muestran a un anciano ciclista atropellado por un automóvil en una ciudad australiana. Paul Rayment pierde en ese accidente una pierna y queda convertido en un inválido solitario –no tiene esposa, hijos ni parientes cercanos- totalmente dependiente de su enfermera personal Marijana, una madura pero aún bella inmigrante croata. Coetzee narra, con la sutileza y maestría ya mostrada en Desgracia (1999), tanto las dramáticas experiencias de Paul, fotógrafo retirado, como su inevitable pero inoportuno enamoramiento de Marijana, una mujer casada y con tres hijos.

Hacia la tercera parte del libro, cuando Paul le confiesa su amor a Marijana, aparece en el relato Elizabeth Costello, una escritora que Coetzee suele emplear como alter-ego –p. e. en Elizabeth Costello (2004)-, y el relato cambia radicalmente. Elizabeth fuerza a Paul –hombre lento, contemplativo y enemigo de los riesgos- a tomar decisiones radicales y enfrentar directamente sus problemas. Además, Elizabeth afirma ser la autora de la novela y encara a Paul, su personaje, por no ser un buen protagonista: “Don Quijote no se trata de un hombre que se queja de lo aburrida que es La Mancha. Trata de un hombre que se coloca un bacín en la cabeza, sube a su viejo rocín y parte a emprender grandes hazañas”.

Con la intervención de Costello el relato se convierte en una reflexión acerca de la propia creación literaria, pero sin caer en los excesos ni retorcimientos con que los escritores posmodernos suelen abordar este tipo de asuntos. Y aunque Coetzee ya ha dado pruebas de saber integrar sus ideas sobre la relación entre realidad y ficción a las tramas narrativas -en Foe (1986) y El maestro de Petersburgo (1994)-, buena parte de la crítica ha señalado que la intervención de Costello en Hombre lento es más bien un síntoma de agotamiento y repetición dentro de su narrativa; y que el autor echa a perder lo que hasta antes de esa intervención prometía ser una excelente novela.

Algo hay de cierto en esas afirmaciones, aunque no se debe olvidar que Costello es también una creación de Coetzee, una personificación de ciertas posturas literarias llevadas hasta el extremo. Las diferencias entre ambos escritores resultan evidentes si se comparan las propuestas de Elizabeth Costello y Costas extrañas (2005, ensayos), especialmente en lo que respecta a la mímesis (capacidad para identificarse con los personajes) y el tratamiento de las pasiones humanas. El quiebre que se produce en la novela es el paso de una propuesta a la otra, como se comprueba en el peculiar encuentro sexual (propiciado por Costello) entre Paul y la ciega Marianna, un reflejo deforme de Marijana.

Pero las cuestiones metaliterarias son sólo algunos de los múltiples temas abordados en la novela. Otros casi de la misma importancia son los problemas de identidad en las sociedades poscoloniales (ni Paul ni Marijana se sienten australianos), el paso de un etapa histórica a otra (el tema de la fotografía, en el que se siguen las propuestas de Walter Benjamin sobre la pérdida del aura), o la relación entre razón y pasión. Temas todos subordinados al eje principal de la historia, la experiencia de Paul de la soledad, la vejez y la proximidad de la muerte. Hombre lento es una buena novela, aunque seguramente no estará considerada entre lo mejor de la obra de Coetzee.

1 comentario:

Javier Ágreda dijo...

Copio los dos primeros capítulos de Hombre lento

1

El impacto le alcanza por la derecha, brusco y sorprendente y doloroso, como una descarga eléctrica, y le hace salir disparado de la bicicleta. «¡Tranquilo!», se dice a sí mismo mientras vuela por los aires (¡vuela por los aires sin ninguna dificultad!) y, en efecto, nota que los miembros se le relajan obedientemente. «Como un gato —se dice a sí mismo—: rueda por el suelo y luego ponte de pie de un salto, listo para lo que pase a continuación.» La palabra «raudo», poco habitual, también asoma en el horizonte. Sin embargo, no es así como van las cosas. Ya sea porque las piernas no le obedecen o porque está momentáneamente aturdido (no siente tanto como oye el impacto de su cráneo contra el asfalto, lejano, con un sonido como de madera, como un golpe propinado con un mazo), no solo no se pone en pie de un salto, sino que, al contrario, sigue resbalando metro tras metro, más y más, hasta que el deslizamiento lo acaba arrullando.

Se queda tendido en el suelo, en paz. Hace una mañana espléndida. La caricia del sol es agradable. Hay cosas peores que relajarse por completo y esperar a recuperar las energías. De hecho, puede que haya cosas peores que echarse un sueñecito. Cierra los ojos. El mundo se inclina bajo él y da vueltas. Pierde el conocimiento.

En una sola ocasión lo recobra brevemente. El cuerpo que había volado con tanta ligereza por los aires ahora se ha vuelto pesado, tanto que por mucho que lo intente no puede mover ni un dedo. Y hay alguien inclinado sobre él, quitándole el aire, un joven con el pelo crespo y granos en el nacimiento del cabello. «Mi bicicleta», le dice al chico, pronunciando la difícil palabra sílaba a sílaba. Quiere preguntarle qué le ha pasado a su bicicleta, si alguien se ha hecho cargo de ella, ya que todo el mundo sabe que las bicicletas pueden desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Pero antes de que esas palabras salgan de sus labios vuelve a perder el sentido.


2

Lo están meciendo de un lado a otro, lo están transportando. Le llegan voces lejanas, un alboroto que se eleva y desciende siguiendo un ritmo propio. ¿Qué está pasando? Si abriera los ojos lo sabría. Pero todavía no puede. Algo le está viniendo a la mente, clac, clac, clac, se está escribiendo un mensaje en una pantalla de color rosáceo que tiembla como el agua cada vez que parpadea, y que por tanto es bastante probable que sea su párpado interno. E-R-T-Y, dicen las letras, luego F-R-I-V-O-L, luego un temblor, luego una O y después Q-W-E-R-T-Y, una y otra vez.

«Frívolo.» Algo parecido al pánico se adueña de él. Se estremece. En la caverna interior se forma un quejido y le sale de la garganta con brusquedad.

—¿Duele mucho? —dice una voz—. No se mueva.

El pinchazo de una aguja. Un instante más tarde el dolor desaparece, seguido del pánico y por fin de la conciencia misma.

Se despierta dentro de un capullo de aire muerto. Intenta incorporarse pero no puede. Es como si estuviera encajado en cemento. A su alrededor una blancura sin nada que la mitigue: un techo blanco, unas sábanas blancas y luz blanca.

También una blancura granulosa como pasta dentífrica vieja que parece estar recubriéndole la mente, hasta el punto de que no puede pensar con claridad y se desespera considerablemente. «¿Qué es esto?», articula con los labios, o tal vez incluso lo grita, queriendo decir: «¿Qué me están haciendo?», o «¿Qué lugar es este en el que me encuentro?», o incluso «¿Qué destino me ha tocado en suerte?».

Una mujer vestida de blanco aparece de la nada, se detiene y se lo queda mirando con atención. Él intenta formular una pregunta a partir de la confusión que tiene en la cabeza. ¡Demasiado tarde! Con una sonrisa y un golpecito tranquilizador en el brazo que extrañamente él parece oír pero no sentir, ella sigue su camino.

«¿Es grave?»: si solamente hay tiempo para una pregunta, entonces la pregunta debería ser esa, aunque él prefiere no pensar en lo que puede significar la palabra «grave». Pero todavía más urgente que la cuestión de la gravedad, más urgente que la cuestión latente de qué ha pasado exactamente en Magill Road que lo ha mandado volando a este lugar muerto, es la necesidad de encontrar el camino a casa, de cerrar la puerta detrás de sí, de sentarse en su entorno familiar y recuperarse.

Intenta tocarse la pierna derecha, la pierna que sigue enviando señales poco claras de que ahora es la pierna mala, pero su mano no se quiere mover. Nada se quiere mover.

«Mi ropa»: tal vez esa debería ser la pregunta inocua que sirviera de preparación. «¿Dónde está mi ropa? ¿Dónde está mi ropa y cuál es la gravedad de mi situación?»

La joven vuelve a entrar flotando en su campo visual.

—Ropa —dice él haciendo un esfuerzo inmenso, levantando las cejas todo lo que puede para transmitir un mensaje de urgencia.

—No se preocupe —dice la joven, y le da la bendición de otra de sus sonrisas, esas sonrisas ciertamente angelicales—. Todo está a salvo. Nos estamos ocupando de todo. El médico estará con usted dentro de un minuto.

Y, en efecto, antes de que pase un minuto, un joven que debe de ser el médico al que se refería se ha materializado a su lado y está murmurando algo al oído de ella.

—¿Paul? —dice el joven médico—. ¿Me oye? ¿Es este su nombre correcto, Paul Rayment?

—Sí —dice él con cautela.

—Buenos días, Paul. Ahora mismo se estará sintiendo un poco confuso. Es porque le hemos puesto una inyección de morfina. Vamos a operarlo dentro de un rato. Recibió un golpe, no sé cuánto recuerda, y le ha quedado la pierna un tanto maltrecha. Vamos a echar un vistazo y ver cuánto podemos salvar.

Él vuelve a enarcar las cejas.

—¿Salvar? —intenta decir.

—Salvar de su pierna —repite el médico—. Vamos a tener que amputar, pero salvaremos lo que podamos.

Algo debe de pasarle en la cara en ese momento, porque el joven hace algo sorprendente. Extiende el brazo hasta tocarle la mejilla y deja la mano allí, apoyada en su cabeza de anciano. Es la clase de cosa que haría una mujer, una mujer que lo quisiera a uno. El gesto lo avergüenza, pero no consigue apartarse de forma decorosa.

—¿Confía en mí? —dice el médico.

Él parpadea estúpidamente.

—Bien. —Hace una pausa—. No tenemos opción, Paul —dice—. No es una de esas situaciones en que se puede elegir. ¿Lo entiende? ¿Me da su consentimiento? No voy a pedirle que firme sobre una línea de puntos, pero ¿tenemos su consentimiento para proceder? Salvaremos lo que podamos, pero se ha llevado usted un buen golpe y ha habido muchos daños. No puedo decir ahora mismo si podemos salvar la rodilla, por ejemplo. La rodilla ha quedado prácticamente destrozada, y también parte de la tibia.

Como si supiera que hablan de ella, como si estas palabras terribles la hubieran despertado de su sueño inquieto, la pierna derecha le envía una descarga de dolor blanco y lacerante. Se oye tragar saliva a sí mismo y luego nota el latido de la sangre en sus oídos.

—Bien —dice el joven, y le da una palmadita en la mejilla—. Es hora de ponernos en marcha.

Se despierta mucho más cómodo consigo mismo. Tiene la cabeza despejada, vuelve a ser el de siempre (¡Tengo cuerda para rato!, piensa), aunque también agradablemente soñoliento, podría volver a dar cabezadas en cualquier momento. La pierna que recibió el golpe la nota enorme, ciertamente elefantina, pero no siente dolor.

Se abre la puerta y aparece una enfermera, una cara nueva y fresca.

—¿Se siente mejor? —dice, y añade enseguida—: No intente hablar todavía. El doctor Hansen vendrá dentro de un rato para hablar con usted. Entretanto, hay algo que tenemos que hacer. Así que, ¿puedo pedirle que se tranquilice mientras…?

Lo que ella necesita hacer mientras él se tranquiliza resulta ser insertar un catéter. No es un asunto nada agradable. Él se alegra de que sea una desconocida quien lo va a hacer. «¡Esto es lo que acaba pasando! —se reprende a sí mismo—. ¡Esto es lo que pasa cuando te distraes un momento! Y la bicicleta, ¿qué ha pasado con la bicicleta? ¿Cómo voy a ir a comprar ahora? ¡Es culpa mía por coger Magill Road!» Y maldice Magill Road, aunque de hecho lleva años yendo en bicicleta por Magill Road y nunca le ha pasado nada.

Lo que el joven doctor Hansen tiene que contarle, cuando llega, es en primer lugar un breve resumen de su caso, «ponerle al día en cuatro palabras», y luego darle noticias sobre su pierna, algunas buenas y otras no tan buenas.

En primer lugar, por lo que respecta a su estado en general, teniendo en cuenta lo que puede pasarle y lo que le pasa al cuerpo humano cuando es atropellado por un coche a toda velocidad, puede felicitarse de que no haya pasado «nada grave». De hecho, se puede decir que es tan poco grave que puede considerarse afortunado, favorecido, agraciado. El choque le causó una conmoción cerebral, sí, pero lo salvó el casco que llevaba. Continuará en observación, pero no hay señales de hemorragias intracraneales. En cuanto a las funciones motrices, las indicaciones preliminares dicen que están intactas. Ha perdido sangre pero se la han vuelto a poner. Si se está preguntando por la rigidez de su mandíbula, la mandíbula no está rota, solamente contusionada. Las abrasiones de su espalda y su brazo parecen más graves de lo que son, y se curarán en un par de semanas.

Volviendo a la pierna, la pierna que recibió el golpe, al final él (el doctor Hansen) y sus colegas no han podido salvar la rodilla. Tuvieron una discusión exhaustiva y la decisión fue unánime. El impacto —más tarde le enseñará las radiografías— fue directo a la rodilla y hubo un componente añadido de rotación, así que la articulación quedó al mismo tiempo hecha pedazos y retorcida. En una persona más joven tal vez habrían intentado una reconstrucción, pero una reconstrucción de las características requeridas implicaría toda una serie de operaciones, una detrás de otra, durante más de un año, tal vez dos años, con una probabilidad de éxito de menos del cincuenta por ciento, así que, dadas las circunstancias y teniendo en cuenta su edad, se consideró mejor cortar la pierna por encima de la rodilla, dejando un buen trozo de hueso para una prótesis. Él (el doctor Hansen) confía en que él (Paul Rayment) llegue a aceptar esa sabia decisión.

—Estoy seguro de que tiene usted muchas preguntas —termina—, y estaré encantado de contestarlas, pero tal vez ahora no, mejor por la mañana, después de que haya dormido un poco.

—Una prótesis —dice él, otra palabra difícil, aunque ahora que entiende que no tiene la mandíbula rota sino únicamente contusionada, siente menos vergüenza ante las palabras difíciles.

—Una prótesis. Una pierna artificial. En cuanto la herida de la operación haya cicatrizado, le colocaremos una prótesis. Cuatro semanas, tal vez antes incluso. Dentro de nada estará usted caminando otra vez. Y yendo en bicicleta también, si quiere. Después de cierto entrenamiento. ¿Más preguntas?

Niega con la cabeza. «¿Por qué no me preguntaste antes?», quiere decir. Pero si pronuncia las palabras perderá el control y empezará a gritar.

—Entonces hablaré con usted por la mañana —dice el doctor Hansen—. ¡Anímese!

Eso no es todo, sin embargo. Ahí no acaban las cosas. Primero la violación, después el consentimiento a la violación. Tiene que firmar papeles antes de que lo dejen en paz, y los papeles resultan ser sorprendentemente difíciles.

Los familiares, por ejemplo. ¿Quiénes son y dónde están?, preguntan los documentos, y ¿cómo se les debe informar? Y el seguro. ¿Cuál es su compañía aseguradora? ¿Qué clase de cobertura tiene su póliza?

El seguro no es un problema. Está asegurado hasta las cejas, lleva un carnet en la cartera que lo demuestra («pero ¿dónde está su cartera, dónde está su ropa?»). Los familiares son un asunto más complicado. ¿Quién es su familia? ¿Cuál es la respuesta correcta? Tiene una hermana. Murió hace doce años, pero sigue viviendo en él, o con él, del mismo modo que tiene una madre que, cuando no se encuentra en él o con él, aguarda el toque de rebato de los ángeles en su parcela del cementerio de Ballarat. Y un padre, que aguarda también un poco más lejos, en el cementerio de Pau, desde donde viene de visita en contadas ocasiones. ¿Son ellos sus familiares, esos tres? «Aquellos en cuyas vidas naces nunca mueren —le gustaría informar a quienquiera que haya escrito la pregunta—. Los llevas contigo, igual que confías en que te lleven los que vienen detrás de ti.» Pero el formulario no deja espacio para respuestas largas.

Lo que puede afirmar de forma más categórica es que no tiene esposa ni descendencia. Es cierto que estuvo casado una vez. Pero su socia en aquella empresa ya no forma parte de él. Huyó de él, huyó por completo. Todavía no entiende cómo hizo ella aquel truco, pero lo hizo: escapó a una vida sin él. A todos los fines prácticos, por tanto, y en lo que concierne al formulario, no está casado: soltero, solo, solitario.

Familiares: «ninguno», escribe en letras mayúsculas, bajo el escrutinio de la enfermera, y tacha el resto de las preguntas y firma los formularios, los dos que hay.

—¿La fecha? —le pregunta a la enfermera.

—Dos de julio —dice ella.

Y él escribe la fecha. Funciones motrices intactas.

Las pastillas que él acepta están destinadas a apaciguar el dolor y hacerle dormir, pero no duerme. Está claro que esto —esta cama extraña, esta habitación vacía y este olor a la vez a antiséptico y a orina— no es un sueño, es la realidad, no puede ser más real. Y sin embargo todo el día de hoy, si es que es el mismo día, si es que el tiempo todavía significa algo, le produce la sensación de ser un sueño. Esa cosa que ahora examina por primera vez debajo de la sábana, ese objeto monstruoso envuelto en vendas blancas y pegado a su cadera, está sacado directamente de la tierra de los sueños. ¿Y qué hay de lo otro, de esa cosa de la que hablaba con tanto entusiasmo el joven de las gafas terriblemente chillonas?, ¿cuándo va a hacer su aparición? Nunca en la vida ha visto una prótesis desnuda. La imagen que le viene a la cabeza es un palo de madera con un garfio en el extremo, como un arpón, y ventosas de goma en las tres patitas. Salido del surrealismo. Salido de Dalí.

Extiende una mano (se da cuenta por primera vez de que tiene los tres dedos del medio sujetos entre sí) y aprieta la cosa envuelta en blanco. La cosa no le devuelve ninguna sensación. Es como un bloque de madera. «No es más que un sueño», se dice a sí mismo, y se queda profundamente dormido.

—Hoy vamos a hacer que ande —dice el joven doctor Hansen—. Esta tarde. Nada de caminatas largas, pero sí unos cuantos pasitos para ver cómo se siente. Elaine y yo estaremos con usted para echarle una mano. —Le hace una señal con la cabeza a la enfermera. La enfermera Elaine—. Elaine, ¿puede arreglarlo con Ortopedia?

—No quiero caminar hoy —dice él. Está aprendiendo a hablar entre dientes. No solamente tiene la mandíbula contusionada, también se le mueven las muelas de ese lado. No puede masticar—. No quiero que me metan prisa. No quiero una prótesis.

—No pasa nada —dice el doctor Hansen—. No estamos hablando de una prótesis, para eso todavía falta, esto es simplemente rehabilitación. El primer paso es la rehabilitación. Pero podemos empezar mañana o pasado mañana. Es solo para que usted vea que perder una pierna no es el fin del mundo.

—Voy a decirlo otra vez: no quiero una prótesis.

El doctor Hansen y la enfermera Elaine se miran.

—Si no quiere una prótesis, ¿qué es lo que prefiere?

—Prefiero apañármelas solo.

—Muy bien, fin de la cuestión, no le meteremos ninguna prisa, lo prometo. ¿Ahora puedo hablarle de su pierna? ¿Puedo hablarle sobre cómo cuidar de la pierna?

«¿Cuidar de mi pierna?» Él se está consumiendo por la ira. ¿Es que no lo pueden ver? «Me anestesiasteis y me cortasteis la pierna y la tirasteis a la basura para que alguien la recogiera y la echara al fuego. ¿Cómo podéis plantaros ahí y hablar de cuidar de mi pierna?»

—Hemos pasado lo que queda del músculo por encima del extremo del hueso —está diciendo el doctor Hansen, ilustrando con las manos ahuecadas la forma en que lo hicieron— y lo hemos cosido ahí. Cuando la herida se cure, queremos que el músculo forme una almohadilla sobre el hueso. Durante los próximos días, debido al traumatismo y a la estancia en cama, habrá riesgo de que aparezcan edemas e hinchazón. Tenemos que hacer algo al respecto. También es posible que el músculo se retraiga hacia la cadera, así. —Se pone de lado y proyecta el trasero hacia atrás—. Eso lo contrarrestamos con estiramientos. Los estiramientos son muy importantes. Elaine le enseñará algunos ejercicios de estiramiento y le ayudará si le hace falta.

La enfermera Elaine asiente.

—¿Quién me hizo esto? —dice. No puede gritar porque no puede abrir las mandíbulas, pero ya le está bien, su ira se expresa rechinando los dientes—. ¿Quién me atropelló? —Tiene lágrimas en los ojos.

Las noches son interminables. Siempre tiene calor o frío. La pierna le pica, aprisionada en sus vendajes, y él no alcanza a rascarla. Si contiene la respiración, puede oír el susurro fantasmal de su carne maltrecha al soldarse de nuevo. Cuando le llega el sueño, lo hace de repente y le dura poco, como si de los pulmones le subieran ráfagas de restos de anestesia que lo venciesen.

Día y noche, el tiempo avanza a paso de tortuga. Hay un televisor frente a la cama, pero a él no le interesan ni la televisión ni las revistas que alguna persona amable le ha traído (Who, Vanity Fair, Australian Homes and Gardens). Se queda mirando la esfera de su reloj y graba en su mente la posición de las manecillas. Luego cierra los ojos y trata de pensar en otras cosas: su propia respiración, su abuela sentada a la mesa de la cocina desplumando un pollo, abejas entre las flores, cualquier cosa. Abre los ojos. Las manecillas no se han movido. Es como si trataran de avanzar a través de pegamento.

El reloj permanece inmóvil, pero el tiempo no. Incluso tumbado en la cama puede sentir que el tiempo opera sobre él como una enfermedad que lo consume, como la cal viva que echan sobre los cadáveres. El tiempo lo está royendo, está devorando una a una las células que lo componen. Sus células se están apagando como luces.

Las pastillas que le dan cada seis horas mitigan lo peor del dolor, lo cual está bien, y a veces le hacen dormir, lo cual está mejor. Pero también lo dejan aturdido y le insuflan tanto pánico y terror que rehúsa tomarlas. «El dolor no es nada —se dice a sí mismo—, solamente una señal de advertencia del cuerpo al cerebro. El dolor ya no es más real que una radiografía.» Pero, por supuesto, se equivoca. El dolor es real, no tiene que aguijonearle mucho para convencerle de eso, no tiene que aguijonearle en absoluto, solamente enviarle un par de punzadas. Después de eso se conforma con estar aturdido y con las pesadillas.

Han llevado a otra persona a su habitación, un hombre mayor que él al que acaban de operarle de la cadera. El hombre se pasa el día tumbado con los ojos cerrados. De vez en cuando una pareja de enfermeras cierra las cortinas que rodean su cama y, a cubierto, atienden las necesidades de su cuerpo.

Dos vejestorios. Dos tipos viejos en el mismo barco. Las enfermeras son buenas, son amables y joviales, pero bajo su enérgica eficiencia él puede detectar —y no se equivoca, lo ha visto demasiado a menudo en el pasado— una indiferencia final hacia su destino, el suyo y el de su compañero. En el joven doctor Hansen percibe, bajo la preocupación amable, la misma indiferencia. Es como si en algún nivel inconsciente esos jóvenes a quienes les han asignado cuidar de ellos supieran que no les queda nada que aportar a la tribu y que por tanto ya no cuentan. «¡Tan jóvenes y tan despiadados! —se lamenta para sus adentros—. ¿Cómo he ido a caer en sus manos? ¡Es mejor que los viejos se encarguen de los viejos y los muertos de los muertos! ¡Y qué locura es estar tan solo en el mundo!»

Hablan de su futuro, lo incordian para que haga los ejercicios que lo prepararán para ese futuro, lo apuran para que salga de la cama. Pero para él no hay futuro, la puerta al futuro ha sido cerrada con llave. Si existiera una manera de acabar consigo mismo mediante alguna acción puramente mental lo haría de inmediato, sin perder más tiempo. Tiene la cabeza llena de historias de personas que ponen en práctica su propio final: que pagan metódicamente las facturas, escriben notas de despedida, queman viejas cartas de amor, etiquetan llaves, y luego, una vez que todo está en orden, se ponen su mejor traje de los domingos, se tragan las pastillas que han ido reuniendo para la ocasión, se tumban en su cama recién hecha y se disponen a desaparecer. Todos ellos héroes anónimos, sin nadie que cante su hazaña. «He decidido no ser una molestia.» De lo único de lo que no se pueden ocupar es del cuerpo que dejan atrás, ese montón de carne que al cabo de un par de días empezará a apestar. Si fuera posible, si estuviera permitido, cogerían un taxi hasta el crematorio, se colocarían delante de la puerta fatal, se tragarían su dosis y, antes de que la conciencia se apagara, apretarían el botón que los precipitaría a las llamas y les permitiría emerger al otro lado convertidos en nada más que una palada de ceniza, casi ingrávida.

Está convencido de que pondría fin a su vida si pudiera, ahora mismo. Y, al mismo tiempo que lo piensa, sabe que no lo va a hacer. Es solo el dolor, junto con las noches interminables de insomnio en este hospital, esta zona de humillación en la que no hay donde esconderse de la mirada despiadada de los jóvenes, lo que le hace desear la muerte.

Las implicaciones de estar soltero, solitario y solo se le hacen palpables de forma más pronunciada al final de la segunda semana de su estancia en la tierra de la blancura.

—¿No tiene familia? —dice la enfermera de noche, Janet, la que se permite bromear con él—. ¿No tiene amigos? —Arruga la nariz al hablar, como si fuera una broma que él les estuviera gastando a todos.

—Tengo todos los amigos que quiero —responde él—. No soy Robinson Crusoe. Simplemente no quiero ver a ninguno.

—Ver a sus amigos le haría sentirse mejor —dice ella—. Le animaría. Estoy segura.

—Ya recibiré visitas cuando me apetezca, gracias —dice él.

No es un hombre irascible por naturaleza, pero en este lugar se permite accesos de irritabilidad, de enfado y de cólera, ya que parece que eso hace que a sus cuidadores les resulte más fácil dejarlo solo. «En el fondo no es tan malo», se imagina que les dice Janet a sus colegas en tono de protesta. «¡Menudo viejo cabrón!», se imagina que le replican sus colegas entre resoplidos burlones.

Sabe que ahora que está mejorando se espera de él que experimente deseos repulsivos hacia esas jóvenes, deseos que, dado que los pacientes masculinos, no importa cuál sea su edad, no pueden evitarlos, aflorarán en momentos inconvenientes y tendrán que ser desviados con toda la rapidez y la firmeza posibles.

La verdad es que él no tiene esos deseos. Su corazón es tan puro como el de un bebé. Las enfermeras no le reconocen el mérito de esa pureza de corazón, claro, pero él tampoco lo espera. Ser un vejestorio lascivo forma parte del juego, un juego que él rehúsa jugar.

Si se niega a ponerse en contacto con ningún amigo es simplemente porque no quiere que lo vean en su nuevo estado mermado, humillante y humillado. Pero, por supuesto, de una forma u otra, la gente se entera de lo sucedido. Le envían sus mejores deseos e incluso lo llaman en persona. Por teléfono es fácil inventarse una historia. «No es más que una pierna —dice con una amargura que él confía que no se perciba al otro lado de la línea—. Iré con muletas durante una temporada y luego con una prótesis.» En persona, la farsa es más difícil de representar, ya que en la cara lleva escrito con total claridad cómo aborrece ese muñón con el que a partir de ahora va a tener que cargar a todas partes.

Desde el principio del episodio, desde el incidente en Magill Road hasta el presente, no se ha comportado bien, no ha estado a la altura de las circunstancias; eso lo tiene claro. Se le ha presentado una oportunidad única para sentar un ejemplo de cómo aceptar con buen humor uno de los golpes más aciagos del destino y él la ha rechazado. «¿Quién me hizo esto?»: cuando recuerda cómo le gritó al sin duda muy competente, aunque más bien vulgar, joven doctor Hansen, queriendo decir al parecer «¿Quién me atropelló?», pero queriendo decir en realidad «¿Quién tuvo el mal juicio de cortarme la pierna?», le embarga la vergüenza. No es la primera persona en el mundo que sufre un accidente desagradable ni el primer anciano que se encuentra en un hospital con gente joven bienintencionada pero en última instancia indiferente que cuida de él de forma puramente mecánica. Y una pierna de menos… ¿Qué es perder una pierna, desde una perspectiva global? Desde una perspectiva global, perder una pierna no es más que un ensayo para perderlo todo. ¿A quién le va a gritar cuando llegue ese día? ¿A quién va a culpar?

Margaret McCord viene a visitarlo. Los McCord son sus amigos más antiguos en Adelaida. A Margaret le disgusta haber tardado tanto en enterarse, y está llena de indignación moral contra quienquiera que le haya hecho eso.

—Confío en que los demandes —dice ella.

—No tengo intención de demandar a nadie —contesta él—. Esto tiene demasiados visos de comedia. Quiero que me devuelvan mi pierna, y si no puede ser… Esas cosas se las dejo a la compañía de seguros.

—Estás cometiendo un error —dice ella—. A la gente que conduce de forma imprudente habría que darles una lección. Supongo que te pondrán una prótesis. Hoy día hacen unas prótesis tan maravillosas que pronto vas a poder ir en bicicleta otra vez.

—Creo que no —responde él—. Esa parte de mi vida se ha acabado.

Margaret cabecea.

—¡Qué pena! —dice—. ¡Qué pena!

Es enternecedor que diga eso, reflexiona él más tarde. «¡Pobre Paul, pobrecito, qué difícil es lo que vas a tener que pasar!»: eso es lo que quería decir, lo que ella sabía que él entendería detrás de sus palabras. «Todos tenemos que pasar por algo así —le gustaría a él recordarle—, al final.»

Lo que le sorprende de todo el asunto del hospital es lo deprisa que la preocupación se desplaza del hecho de arreglar su pierna («¡Excelente! —dice el doctor Hansen palpando el muñón con un dedo elegantemente manicurado—. Se está soldando de maravilla. Pronto volverá a ser usted mismo») a la cuestión de cómo «se las arreglará» (es la expresión que usan) cuando lo suelten en el mundo de nuevo.

Indecentemente pronto, o eso le parece a él, una asistente social, la señora Putts o Putz, entra en escena.

—Todavía es joven, señor Rayment, Paul —le informa ella con ese tono jovial que le deben de haber enseñado a usar con los viejos—. Va a querer seguir siendo independiente, y no hay duda de que eso está bien, pero durante una temporada va a necesitar una enfermera, una enfermera especializada, que nosotros le ayudaremos a conseguir. A largo plazo, incluso cuando pueda caminar, va a necesitar a alguien que le ayude, que le eche una mano con las compras, la cocina, la limpieza y demás. ¿No tiene a nadie?

Él lo piensa y niega con la cabeza.

—No, no tengo a nadie —dice.

Y con eso quiere decir, y él cree que la señora Putts lo entiende, que no hay nadie que considere que sea su deber confuciano dedicarse a atender sus necesidades, a cocinar para él, a limpiar para él y demás.

Lo que le interesa de la pregunta es lo que revela sobre la perspectiva que de su estado tiene la señora Putts, que debe de haber mantenido francas conversaciones más con el personal médico que las que todavía le permiten mantener a él, más francas y más prácticas. Y de estas conversaciones prácticas ella ha sacado, evidentemente, la conclusión de que incluso «a largo plazo» él no se las podrá apañar sin que «le echen una mano».

Tal como él ve las cosas a largo plazo, tal como él se lo ha ido imaginando en sus momentos más serenos, su yo lisiado (una palabra cruda, pero ¿por qué equivocada?) acabará de alguna forma, con la ayuda de una muleta o de algún otro soporte, apañándoselas en el mundo, más despacio que antes, tal vez, pero ¿qué importa ya ser lento o rápido? Y, sin embargo, parece que no es así como ellos lo ven. Parece que, por lo que ellos ven, él no es de esos amputados que salen adelante en sus nuevas circunstancias y «se las arreglan» en general, sino de los crepusculares, de esos que si carecen de ayuda profesional acaban en un asilo para ancianos enfermos.

Si la señora Putts estuviera preparada para hablar a las claras con él, él también sería claro con ella. «He estado pensando mucho en cómo arreglármelas —le diría—. Hace tiempo que hice los preparativos. Incluso si llega el peor de los casos, seré capaz de hacerme cargo de mí mismo.» Pero las reglas del juego dificultan que ninguno de los dos sea claro. Si le hablara a la señora Putts del alijo de Somnex que tiene en el armario del baño de su apartamento, por ejemplo, ella se sentiría obligada por las reglas del juego a mandarlo a terapia para protegerlo de sí mismo.

Él suspira.

—Desde su punto de vista, desde un punto de vista profesional, señora Putts, Dorianne —dice él—, ¿qué pasos me sugiere?

—Necesitará conseguir a alguien que le cuide, eso seguro —dice la señora Putts—. Preferiblemente una enfermera privada, alguien con experiencia en atención a inválidos. No es que sea usted un inválido, claro. Pero hasta que pueda desplazarse otra vez no queremos correr riesgos, ¿verdad?

—No, no queremos —dice él.

Atención a inválidos. Nunca se había considerado a sí mismo un inválido hasta que vio las radiografías. Le costó creer que los huesecillos de pájaro que aparecían en las placas pudieran mantenerlo de pie, que pudiera ir dando tumbos por ahí sin que se le partieran. Cuanto más alto, más frágil. Demasiado alto para su propio bien. «Nunca he operado a alguien tan alto —le dijo el doctor Hansen—. Con unas piernas tan largas.» Y luego se sonrojó por su metedura de pata.

—¿Recuerda usted, Paul —dice la señora Putts—, si su seguro cubre también la atención a inválidos?

Una enfermera, una enfermera más. Una mujer con capita blanca y zapatos sobrios revoloteando por su apartamento y llamándolo en tono jovial: «¡Hora de sus pastillas, señor R!».

—No, no creo que mi seguro cubra eso.

—Bueno, pues tendrá que pagar usted lo que cueste, ¿no? —dice la señora Putts.