Un libro nuevo es como un bebé recién nacido: sale del vientre materno, la comunidad de productores de libros (escritores, editores, impresores, vendedores), para enfrentar el mucho más amplio mundo de los consumidores, los lectores. En ese nacimiento juegan un papel muy importante los medios de comunicación, encargados de informar a los lectores sobre las novedades editoriales. Pero incluso dentro de los medios esos dos bandos siguen divididos: por una parte está la publicidad que representa a los intereses de los productores y por otra las reseñas y críticas periodísticas que, por una simple cuestión de equidad, deberían defender los intereses de los lectores.
De hecho, la mayoría de lectores acude a las reseñas periodísticas antes de comprar los libros, para saber si de verdad valen la pena. Los críticos periodísticos se convierten por eso en una especie de defensores del consumidor, encargados de señalar los excesos y mentiras de la publicidad editorial, dar un juicio honesto e imparcial acerca de la calidad literaria de los libros, y también ayudar a corregir algunas de las injusticias del mercado. La principal de estas injusticias tiene que ver con el hecho de que así como las personas nacen marcadas por su origen socio-económico en los famosos estratos A, B, C y D (de los que suelen hablar las encuestas) los libros también nacen marcados por sus sellos editoriales que los divididen en estratos semejantes.
Los libros del sector A son los producidos por las grandes transnacionales: Alfaguara, Norma, Planeta y similares. Son empresas cuyo gran capital les permite tener en sus catálogos a los mejores escritores del mundo y también a los más vendedores, desde Saramago y Vargas Llosa hasta Isabel Allende y Coelho. Por eso sus libros gozan siempre de todos los privilegios, desde los mejores diseñadores y correctores hasta un verdadero despliegue publicitario para su lanzamiento: avisos de televisión, paneles luminosos en los paraderos de los buses y la más amplia cobertura periodística, con entrevistas al autor en radios, diarios, televisión y revistas de todo tipo.
En un segundo nivel de privilegios, el sector B, estarían aquellos producidos por las principales editoriales del ámbito local. El primer nombre que se me viene a la mente, en el caso del Perú, es Peisa, que también emplea una estrategia similar para el lanzamiento de sus libros, pero en una escala menor. En el nivel C estarían las editoriales más pobres, aquellas que manejan presupuestos pequeños. Por último, el sector D está constituido por aquellos libros editados por el propio autor con su dinero y trabajo. Ediciones personales, se les suele denominar a estos libros que nacen sin respaldo económico, publicitario ni de ningún tipo.
Una función importante de la crítica periodística es la de llamar la atención cuando un libro literariamente valioso pero de origen humilde (C o D) está pasando desapercibido para los lectores. Estoy seguro que esta labor es asumida gustosamente por todos los críticos, ¿a quién no le gustaría ser el descubridor de los futuros vallejos o kafkas? No tan agradable resulta la labor opuesta, la de señalar que un libro importante (A o B) y que además está teniendo un gran éxito de ventas, es un mamarracho sin ningún valor. La mayoría de críticos prefiere no hacerlo; no es saludable hacerse de enemigos poderosos.
En el Perú, y en Latinoamérica en general, la crítica periodística cumple, con mayor o menor eficiencia, su labor de defensa de los lectores. La mejor prueba de ello son las recurrentes quejas en contra de la crítica de parte de los escritores, editores y libreros. Sólo habría que alarmarse cuando además de quejarse los productores comiencen a hacerlo los consumidores, los lectores.
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