Una historia de la lectura


Una fotografía de Londres en 1940, después de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, muestra una biblioteca casi en ruinas, con el tejado hundido y vigas y columnas rotas. Ahí, entre los muebles destrozados y los escombros del edificio, se puede ver a tres hombres escogiendo libros y leyendo como si nada hubiera pasado. Esta imagen, todo un símbolo de la devoción y constancia con que muchas personas asumen su condición de lectores, es recogida por el escritor y crítico literario argentino Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) en su libro Una historia de la lectura (1999), un amplio e interesante recuento de costumbres, situaciones y personajes determinantes en los más de 6,000 años de existencia de la escritura y la lectura.

Desde las primeras tablillas usadas para anotar números hasta los libros electrónicos, Manguel describe la evolución de esta actividad que según algunos pesimistas, se encuentra actualmente en vías de extinción. Los capítulos más importantes del libro son los dedicados al tránsito de la lectura oral y pública a la lectura silenciosa y en privado (en el año 384 San Agustín aún se sorprendía al ver a su maestro leyendo sin mover los labios); a la censura y prohibición que siempre ha recaído sobre ciertos libros (“Lecturas prohibidas”); o el titulado “Ordenadores del universo”, un recuento de la forma en que se ordenaban y catalogaban los libros de las bibliotecas más importantes de la antigüedad, entre ellas la famosa de Alejandría.

Los capítulos “históricos” son complementados con otros de carácter ensayístico, en los que el autor reflexiona sobre temas como los mecanismos biológicos que permiten la lectura, desde el funcionamiento del ojo hasta la neurolingüística. También se analizan los problemas que tienen que enfrentar los traductores de poesía, o los diferentes tipos y grados de interpretaciones que se pueden obtener de cualquier lectura (en “El lector simbólico”). En estos ensayos se despliega una abundante documentación y también interesante material gráfico, fruto de siete años de investigación en los que el autor contó con el apoyo de instituciones canadienses (Manguel radica en ese país, ejerciendo la docencia universitaria) como el Ontario Arts Council, la George Woodcock Fundation.

A diferencia de los libros que han dedicado a la lectura y escritura autores como Barthes, Bloom o Derrida, en este no se buscan enfoques novedosos ni se establecen rígidas jerarquías literarias. En cambio, se pone especial énfasis en los testimonios acerca de los hábitos de lectura de escritores e intelectuales: “El poeta Dylan Thomas salmodiaba su poesía, subrayando los acentos como golpes de gong y haciendo larguísimas pausas”, “T. S. Eliot mascullaba sus poemas como si fuera un clérigo malhumorado maldiciendo a sus feligreses”. Buena parte de estos testimonios son confesiones personales: “Suelo desnudarme y sentarme en las rocas, leyendo a Herodoto” (Percy Shelley), “No leía los libros de un tirón, sino que me detenía, los habitaba, me quedaba atrapado entre sus líneas” (Walter Benjamin).

Esta peculiar perspectiva puede deberse al tipo de relación que el propio Manguel ha mantenido con los libros. Novelista, crítico literario, antologista, traductor y editor de libros, también tiene algunos testimonios interesantes que contar, como cuando en su adolescencia, mientras trabajaba como vendedor en una librería de Buenos Aires, se le acercó Jorge Luis Borges, ya casi completamente ciego, para preguntarle si disponía de algún tiempo libre, pues necesitaba alguien que le leyera. Durante dos años Manguel leyó para Borges y escuchó los comentarios (“eruditos, discretos y divertidos”) del anciano. “La sensación que tenía cuando leía para Borges se parecía a la experiencia de un feliz cautiverio”. En “feliz cautiverio” parecen haber estado los amantes de la lectura de todos los tiempos, incluidos aquellos londinenses en su biblioteca bombardeada.

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