No olvides nuestros nombres

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Karina Pacheco. No olvides nuestros nombres (San Marcos, 2009)

Doctora en Antropología y escritora, Karina Pacheco (Cusco, 1970) está desarrollando una interesante obra narrativa centrada en las emociones y temas más femeninos, pero abierta a los principales problemas y preocupaciones de la actualidad. Tras su auspiciosa primera novela –La voluntad del molle (2006)– y una serie de cuentos, fue incluida en la antología Matadoras. Nuevas narradoras peruanas (2008) y acaba de publicar No olvides nuestros nombres, su segunda novela, libro con el que obtuvo el Premio Regional de Cultura 2008, otorgado por el Instituto Nacional de Cultura del Cusco.

La protagonista de este nuevo relato es Clara, una bióloga cusqueña. Ella está casada con Leonardo, con quien tiene dos hijos pequeños, y aunque en esa familia todo parece armonía y bienestar, las recurrentes infidelidades de Leonardo van generando conflictos que Clara vive con intensidad, a veces exagerada. Escindida entre la estabilidad familiar, necesaria para sus hijos, y su propia felicidad, ella intenta salidas tanto hacia el futuro (la posibilidad de un nuevo amor), la ficción (comienza a escribir cuentos y poemas) y el pasado: la búsqueda de su padre, un idealista guerrillero desaparecido justo antes de que Clara naciera.

Pacheco presenta este aparentemente sencillo melodrama, enlazado con muchas otras líneas narrativas (abundan las precisiones sobre detalles menudos de la vida doméstica) y diversos temas. En primer lugar, la ecología y la preocupación por el medio ambiente, pues el trabajo de Clara consiste precisamente en visitar las regiones más apartadas de nuestro país (la Selva, p. e.) para comprobar el estado de las especies en peligro de extinción. En estos viajes va descubriendo la problemática de las culturas indígenas y la violencia política. A eso se suman las amplias miradas a la historia de los personajes secundarios, que llevan incluso hasta la convulsa Europa de mediados del siglo XX.

En algunas páginas el sentimentalismo de la protagonista y lo trivial de ciertos sucesos hacen tambalear un poco la narración, pero finalmente se impone la solidez del conjunto, basada en una estructura compleja que permite a la autora alternar acertadamente la gran amplitud de registros (que van desde lo meramente descriptivo hasta lo poético), ambientes, temas, personajes y tiempos de este relato. Si bien No olvides nuestros nombres no supera a La voluntad del molle, sí nos muestra a una escritora más segura y con mayor dominio de sus medios expresivos.
(Artículo publicado previamente en La República)

1 comentario:

Javier Ágreda dijo...

Copiamos las páginas iniciales de la novela.


Domingo 16 de julio
4 de la tarde


Los helechos colgantes han crecido en su estilo habitual, impregnados de azul frente al invierno, descendiendo hasta el suelo, precipitándose por la pared que antaño fuera clara: una caída impetuosa, en abundancia. Los jacintos y la hiedra también han multiplicado sus hojas mientras el pasto sobre el que se asientan germina alto. Solo el jardín de su casa hace perceptible el cambio. Los cambios. No quiere escribir en su diario, si ha de tomar el rumbo que más teme, no debería dejar huellas. Se decide a escribir una ficción que desenfunde los demonios pero no le sale, contempla los helechos que crecen cayendo y encuentra en sí misma el reflejo opuesto: alguien que cae y se degrada escalando hacia la cúspide, sin dejar dudas a quien la viera de que es valiente, honesta.
Enciende su computadora pero tampoco consigue escribir una frase completa. Las primeras palabras las ha borrado una y otra vez. Imposible. Verdad. Sueños. Espuma. Izquierda. Laberinto. El aliento devastado al momento de suprimirlas, pues aunque las retire de la pantalla sabe que persistirán mordiéndole el pecho, no como una criatura que extraerá leche de su seno; más bien como una sanguijuela voraz, que succionará su sangre, mordiendo con saña sus pezones, su cerebro. Con nerviosismo, observa que el reloj en una esquina de la pantalla sigue latiendo, que afuera ha empezado a oscurecer, que sus dedos están entumecidos, que le cuesta moverse. Y no quiere moverse, como si su silueta paralizada pudiera contener la llegada de unas circunstancias en las que no sabrá cómo desenvolverse sin ser mezquina, sin ser cruel, sin ser falsa. El latido del reloj indica que son vanos sus esfuerzos por atar el tiempo. «Nada», teclea, y procede a apagar la computadora.
–Llegamos de lejos, de orígenes distantes, distintos… –murmura, mientras prende fuego a los leños de la chimenea.
La visión de la hoguera que empieza a elevarse en ascuas azules y anaranjadas no le nubla la memoria de sus pasos por las calles nevadas de Brujas, del brazo de un hombre que le recordó que esa ciudad fue refugio de Erasmo, que en invierno transitaría por ellas con los pies helados y su cordura; y que también por esas rutas, dando brincos, formulando encantamientos, burlándose de la seriedad de los muertos, pasearon los duendes de capirotes colorados, botitas verdes y floripondios de sus fantasías infantiles.
–Por ahí avanzamos creyendo con fe de fanáticos que lo importante era proclamar la verdad.
Una astilla se le clava en la palma de la mano, la retira con cuidado. Una gota de sangre se desliza hasta su muñeca, la lame. Con la otra mano prosigue acomodando los leños en la chimenea. Afuera ha empezado a llover; inusual en el invierno andino, la lluvia puede convertirse en nieve, en penetrante frío. En cualquier momento los niños llegarán con su padre y necesita protegerlos. Hay, en fin, una razón esencial para no derrumbarse intentando detener el tiempo.
Esta vez vuelve después de veintitrés días, conociendo que nadie la esperaría en casa. Su marido y sus hijos han pasado ese fin de semana en el campo, él ha accedido a demorar su regreso a la ciudad para que ese domingo ella pueda descansar y encajar sin problemas las quince horas de viaje y las siete de diferencia con Madrid. Pero sabe también que después de tres semanas de separación, considerando que ha tenido todo el día para reposar, llegada la noche él la buscará, la abrazará por la espalda mientras lava los platos de la cena; o tal vez le conceda un poco más de tiempo y recién se acerque a su cuello mientras se cepilla los dientes, aguardando con incierta paciencia a que se enjuague la boca para besarla y cuanto antes conducirla hasta la cama. Cuando enfrente ese momento se proyecta incapaz de decirle que no. Pero también se siente incapaz de dejarse besar, de desnudar su cuerpo, de dejarlo abierto para que él penetre en sus entrañas. Y sin embargo sabe que tendrá que hacerlo, aunque tenga que volver a fingir. Dos años atrás, cuando regresó con la disposición para quedarse para siempre, se había jurado que nunca más. Se había abrazado a su libro favorito de infancia y había prometido que no, que nunca más sería falsa, tampoco mezquina, ni cruel. ¿Qué podía decirle a ese libro ahora? Acaso prometerle: «No seré cruel ni mezquina con nadie en este mundo, salvo conmigo misma. Y falsa, ¿solo volveré a ser falsa por esta vez?».