A finales de los años 80 y principios de los 90, los ensayistas e intelectuales en general solían emplear el término de pastiche para señalar una tendencia dominante en diversas artes y que resultaba la más característica de la llamada posmodernidad. El pastiche es una especie de parodia de géneros y estilos - mezclados y preferentemente del pasado-, pero una parodia en la que la ironía y el humor quedan relegados y el mayor énfasis está puesto en la propia recreación de ciertas retóricas y técnicas artísticas. Acaso el pastiche más conocido sea la novela El nombre de la Rosa, del italiano Umberto Eco, ambiciosa mezcla de relato histórico y policial, con numerosas y no tan evidentes alusiones a textos y personajes literarios. Al punto que el propio Eco se vio obligado a publicar Apostillas al nombre de la Rosa, un libro con notas aclaratorias a su novela.
Junto al pastiche, culto y libresco, surgió la llamada literatura light escrita por autores que parecían mucho más interesados en la cultura de masas -en la que vivían sumergidos- que en la gran tradición artística e intelectual. La narrativa light (porque se trataba básicamente de narradores) no tenía ningún reparo en citar slogans publicitarios o versos de canciones pop; ni en usar situaciones y personajes más propios de un sitcom televisivo que de una obra literaria. Esos recursos le aseguraban un más amplio universo de lectores, especialmente de aquellos lectores que sólo buscan entretenimiento y diversión en los libros. La superficialidad y falta de contenidos de esa narrativa fue la que le ganó el acertado calificativo de light. El mejor ejemplo siguen siendo las novelas de Jaime Bayly, Fuguet y la generación McOndo en general.
Con el tiempo lo posmoderno ha dejado de ser una novedad de intelectuales para convertirse en lo cotidiano en nuestro mundo liberal y globalizado. Y ambas tendencias estéticas, el pastiche y lo light, llegaron hasta la cultura de masas. Son pastiches las canciones de Joaquín Sabina (quien igual hace rancheras que raps), las versiones “sampleadas” de viejos éxitos del rock; películas como Gladiador o las de Oliver Stone; series como That seventy show o Scrubs. Pero en este contexto “masivo” lo light, ligero y banal, ha terminado imponiéndose: los reality shows cada vez más abundantes y variados, desde el pionero Big Brother hasta los programas de Ozzy Osbourne y Ann Nicole Smith; el pop de Britney Spears, la música rave, y las baladas de Enrique Iglesias; American pie y las películas de los hermanos Farrelly.
Lamentablemente, lo banal también ha derrotado al pastiche dentro de la producción literaria y artística más reciente. Cada vez es mayor el número de poemarios, novelas y obras teatrales que simplemente “replican, reproducen y refuerzan la lógica del capitalismo de consumo”, citando a Fredric Jameson; o, en otras palabras, que simplemente son versiones culturosas y extensas del contenido temático de cualquier canción pop o propaganda de Coca Cola. Y el empleo de personajes estereotipados, gags y situaciones sacadas de comedias televisivas o cinematográficas, ya parece estar plenamente aceptado por la mayoría de comentaristas y críticos. Sólo así se podrían explicar los elogios recibidos por libros como El baile de la Victoria de Antonio Skármeta o Un milagro informal de Fernando Iwasaki, por no mencionar las novelas de Jaime Bayly premiadas en España.
Es casi inevitable que en nuestros días lo más banal sea lo más exitoso en casi cualquier actividad, incluida la política: no ganan las elecciones los mejores candidatos sino aquellos que más prometen y que figuran más en los medios masivos, aunque sea haciendo el ridículo. Pero el arte y la literatura, por su poco valor utilitario, siempre han servido para que el hombre manifieste sus negativas y disconformidades con la sociedad en la que vive. Por eso Adorno habló de una estética de la negatividad que estaría bien representada en las obras de los creadores más importantes de la historia: Joyce, Picasso, Beethoven, Vallejo, Rimbaud, etc. De ahí que estas actividades necesiten permanecer como un territorio liberado de la banalización cultural generalizada. Sólo así podrán mantener su esencia crítica y cuestionadora, que es finalmente su verdadera razón de existir.
Sobre la literatura banalizada, vea mis comentarios a los libros El baile de la Victoria de Antonio Skármeta, Un milagro informal de Fernando Iwasaki y Los amigos que perdí de Jaime Bayly.
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