Toda la sangre (2)


Gustavo Faverón. Toda la sangre (Matalamanga,2006)
(Hemos recibido el siguiente ensayo del sociólogo Félix Reátegui, que continúa el debate sobre Toda la sangre)


Culturalistas, revisionistas, negacionistas
Félix Reátegui

No resulta sencillo entender algunas de las reacciones que ha suscitado la antología de narrativa sobre la violencia, Toda la sangre, y en particular la introducción a ella escrita por Gustavo Faverón. El escritor Oswaldo Reynoso calificó este texto de tendencioso durante una presentación del libro, y ha repetido esa opinión en la Feria del Libro de Santiago. Pero no dijo con todas sus letras cuál era esa tendencia que le parecía objetable. Algo de ello dejó insinuado con el uso de términos como «guerra popular» y «presos políticos» para referirse al conflicto armado interno iniciado por Sendero Luminoso y a los presos de esa organización, respectivamente. Tendencioso por hablar de violencia política; tendencioso por traslucir una reprobación moral sin ambages al senderismo. ¿Soportará el adjetivo —tendencioso— ese contenido? Supongo que sí, si es que se finge hablar o escribir desde una cámara de vacío moral.

Un reseñador que escribe con seudónimo echa en cara al texto de Gustavo no se sabe exactamente qué. Si uno lee con paciencia hasta el final —hay que sortear, en el camino, un empleo un poco fetichista de términos como «prácticas discusivas», «instancias de emisión», «lugar de enunciación», «identidad textual», «postura enunciativa hegemónica»— puede intuir, más o menos, que el quid del asunto es éste: el prologuista ha incurrido en una irresponsabilidad intelectual al partir desde un marco teórico culturalista para llegar, al cabo, a sostener posturas favorables a una democracia universalista. El reseñador no termina de hacer explícita su postura —porque no quiere o porque se enreda en su esforzada hybris terminológica—: ¿estamos ante un presunto tropiezo intelectual de Gustavo: el no haber empleado bien su marco teórico? ¿O ante una postura política recusable: el no situar el desenfreno homicida senderista en un contexto histórico que lo absuelva de responsabilidad, o el no plantear la equivalencia moral entre el totalitarismo y el ciertamente injusto régimen democrático?

La primera posibilidad es iluminadora: echa luces sobre ciertos estilos de pensamiento bastante acartonados y, uno hubiera creído, ya dejados atrás, aquellos para los cuales un marco teórico no es tal —un ambiente para plantearse cierto tipo de preguntas y no otras; para plantear con una lógica determinada, y no otra, las relaciones entre ciertos fenómenos— sino un cajón de respuestas listas para usar. Según el reseñador, el apelar a Raymond Williams y a Edward Said (se le escapó, en su cacería onomástica, el nombre de Fredric Jameson, que también asoma por ahí sin estar escrito: hay que fijarse en las ideas, no en los nombres) debería haberlo conducido de la mano a un razonamiento y a una conclusión: el señalamiento de «las prácticas obscenamente abstractas y alienantes del Estado peruano». La pregunta sería, entonces, para qué darse el trabajo de pensar y de leer si todo ya está previsto en la teoría. Esta anécdota, creo yo, solamente ilustra la tenacidad del estilo de razonamiento de los pseudomarxistas de hace décadas: esos para quienes bastaba nombrar a Marx para saber qué decir sobre cualquier problema o circunstancia. Ahora, resulta que el culturalismo —que según cree el reseñador sustituye a la categoría de clase por la de cultura en el análisis del conflicto— es para ellos la fase superior del marxismo-harneckerismo. (Eso es lo malo de discutir con seudónimos: de repente me equivoco y el reseñador es un jovencito que jamás ha oído hablar de los clásicos de la editorial Progreso y que ha reinventado por sí solo la tradición del pensamiento ready-made. Datos en contra de esta hipótesis: el uso de la palabra supérstite, que ya era huachafa cuando la usaba el, por lo demás, excelente escritor José Carlos Mariátegui).

Desde luego, llegados a esto, ningún emprendimiento intelectual tendría que ser juzgado sobre la base de sus razones. El intelectual es sobre todo un guerrero. Vive bajo el hechizo de la «undécima para Feuerbach» (perdonen los que tengan menos de treinta y cinco años: son asuntos ya viejos). Y, por eso, la descalificación al prólogo de Toda la Sangre recala en dos momentos en lo siguiente: «para ser consecuente, Faverón no podía pasar por alto...»; «un crítico cultural consecuente extraería la explicación obvia...» (de pasada: si es obvia, ¿para que la tendría que extraer?). La palabra consecuente ya vive en los dos mundos: suena a propiedad lógica, pero está impregnada de pragmática: convierte su propia pragmática en lo lógico: es ideología. Pone en acto un oxímoron interesante: la militancia intelectual. Implica además un chantaje que, por fortuna, sólo funciona para los que tienen espíritu gregario: o eres consecuente o te vas. Hace décadas Lészek Kolakowski expuso magníficas razones para irse en su extraordinario, y en ese momento valiente, «elogio de la inconsecuencia».

El culturalismo —todavía no sé si el término es de uso habitual como equivalente de «estudios culturales»— sería entonces una estrategia de guerra. Y esa percepción, en apariencia, tendría alguna justificación. ¿No fue, acaso, Edward Said un guerrero cultural? Sí, claro; pero sus libros no nos enseñan qué decir sino qué preguntar: nos prometen un método de lectura. El crítico literario, que antecedió en Said al estudioso de la cultura, lo salvó del dogmatismo y permitió que su impugnación del etnocentrismo fuera una tarea creativa: ¿no son sus lecturas de Austen o de Conrad ejercicios interpretativos de primera fila, no son buenas lecciones de esa lectura línea por línea que reclamaba (el fascista) Pound? ¿No será que el crítico de la cultura debería tener como primer mandamiento el saber leer por sí mismo antes que preocuparse por ser consecuente?

Pero, si, como parece, al reseñador anónimo no le interesan tanto las ideas cuanto la derivación estratégica de éstas, ¿de qué estamos hablando? Estamos hablando, según la reseña, de que no se debería «soslayar que la violencia de Sendero se superpone al proceso de disolución de los vínculos tradicionales familiares que la civilización europea y su avatar anglosajón han efectuado del modo más efectivo». O sea, una lectura adecuada del material literario sería la que apelara a ese historicismo rígido: Sendero Luminoso es el producto mecánico —y, por mecánico, ¿inocente? ¿necesario?— de la historia del Perú. Estamos hablando, también, de que, para ser correcta, una lectura de ese material tendría que poner al costado de cada mención de Sendero Luminoso una mención de los crímenes cometidos por el Estado peruano. ¿Para qué? ¿Para lograr una neutralización de los efectos?, ¿para escenificar en el texto otro de esos pactos de impunidad, de mutua absolución, que los actores armados suelen contraer después de haber utilizado a la gente como carne de cañón, pactos después de los cuales los sobrevivientes se ven obligados a votar por alguno de sus verdugos de ayer? Sólo de una manera muy interesada se podría decir que la antología y el texto que la precede toman algún partido por el Estado en cuanto agente violador de derechos humanos. Ni siquiera toman partido por él en cuanto representante de un orden social deseable. Dice Gustavo: «Los políticos peruanos han probado en el último proceso electoral que para ellos el fin de la guerra no es sino una autorización para volver al viejo orden, como si nada en absoluto hubiera sucedido». Si acaso, toma partido, creo yo, por los derechos de las personas, por eso que el reseñador llama despectivamente «ciudadanía occidental y moralidad universalista». Es, por lo demás, el mismo partido que evidentemente toma el texto que escribí como epílogo del mismo libro y que el reseñador ha encontrado interesante, cosa que agradezco y al mismo tiempo me desconcierta: ¿será, acaso, que lo que le molesta no es la moral universalista sino que desde el culturalismo se piense una moral universalista?

¿Desde qué punto de vista puede ser esa toma de partido deleznable? ¿Desde qué punto de vista analizar los colapsos provocados por Sendero Luminoso equivale a escribir desde «la cultura hegemónica opresora»? ¿Desde qué ángulo es que resulta objetablemente tendencioso llamar a la violencia, violencia, y no guerra popular?

Yo hubiera creído que más bien era cierto lo contrario. ¿Cómo llamamos a los asesinatos, a las masacres, al sometimiento de niñas a servidumbre sexual practicado por Sendero Luminoso? ¿Aceptamos todo eso en nombre del devenir histórico? ¿O las anulamos, como en una ecuación algebraica, poniendo a su lado los horrores imperdonables cometidos también por el Estado? Parecía imposible que alguien propusiera esto último; pero no hay que olvidar que tras un horror humanitario viene el reconocimiento y que muchas veces, tras el reconocimiento, vienen el revisionismo y el negacionismo. Los combates por la memoria tienen varios frentes, o tal vez sólo uno: el de los elitistas y los conservadores de derecha y de izquierda para los que la vida de cierta gente siempre valdrá menos que una robusta curva de utilidad marginal o que una frase con esdrújulas.

.

1 comentario:

Javier Ágreda dijo...

Ya que el texto comenta basicamente una reseña de Toda la sangre, la transcribo a continuación. El autor sólo firma con el seudónimo de "La vaca profana"



The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde


El crítico cultural y doctor en Literatura Hispana por Cornell University, Gustavo Faverón, presenta diecinueve narraciones de semejante cantidad de escritores peruanos de la segunda mitad del siglo XX e inicios del siglo XXI bajo tres premisas: 1) la violencia política de los años ochenta y noventa es su tema central; 2) sus autores son escritores peruanos que reaccionan frente al conflicto armado por medios estéticos y no fortuitos relatores del conflicto (en clara alusión a diarios de campaña de militares, cuentos de maestros o letrados e incluso insurgentes dedicados por azar o necesidad a la catarsis narrativa); 3) el conjunto de cuentos pretende reunir las distintas posturas políticas del ámbito intelectual literario peruano sobre los años de violencia (esto, intención no declarada, pero intuida en la compilación, y defendida de forma casi explícita en el acto de presentación del libro en la Casa de la Cultura de España, a partir de caracterizar a la antología como “problemática”, en tanto atiende a la poliglosia bajtiniana, es decir, a la pluralidad de voces que, a la vez, implican distintas ideologías y a la dialéctica de cualquier hecho social). Con lo anterior, Faverón no solo se propone dejar un documento valioso de la apropiación de la literatura peruana de una pieza basal de nuestra actual circunstancia histórica –somos una sociedad de la posguerra- y del compromiso de la literatura por manifestar a través de la imaginación su testimonio de los años del conflicto, sino que busca ofrecer un análisis de las prácticas culturales aparecidas y vigentes durante estos, retratadas por los artistas, y que el estudioso resume en el título de su prólogo: “El precipicio de la afiliación”. Para Gustavo Faverón, los lazos familiares de los hombres víctimas de la violencia son dinamitados por la ideología maoísta y sometidos a la lógica totalitaria de las bandas criminales. Adicionalmente, los artistas perciben el proceso desde una posición política raramente activa; prefieren “la atalaya que apenas los rescata” de los estragos de la guerra. A continuación, debido a la relevancia de un tema que se inserta en nuestra historia reciente, en la vida política y literaria actual, una revisión extensa del material ofrecido por Toda la sangre.

Los testimonios

De principio, conviene señalar que la antología Toda la sangre devuelve a circulación textos de interés literario que reclamaban una edición y una publicidad mejores para su adecuado juicio y valoración en la comunidad de lectores locales. Ya fuese por limitaciones de carácter económico, la miopía del escuálido periodismo cultural capitalino o la censura del factótum cultural de turno, la obra de singulares escritores afiliados a la izquierda política no se difundió más allá de los claustros de sus universidades, escasos suplementos culturales sectarios o el círculo de los amigos letrados del artista (a contrapelo, aún hoy soportamos la reedición de textos intrascendentes de escritores conservadores de los años ochenta, mejor ubicados mediáticamente). Por ello, lamentamos que no se incluyan las pertinentes referencias bibliográficas de los relatos que nos permitan rebuscar en las bibliotecas por sus libros de origen, textos en los que, por su relevancia testimonial y estética, las editoriales transnacionales que incursionan en la actualidad en el medio limeño debieran fijarse con el ánimo urgente de la reedición y no cansarnos con inacabables medianías. Así, la imaginación de las izquierdas consigue retratos sugerentes y desapercibidos en las representaciones públicas del conflicto armado en el tensísimo “Una vida completamente ordinaria” de Miguel Gutiérrez, el fallido (y no por eso malo) relato de Dante Castro, “La Guerra del arcángel San Gabriel” y el animadísimo “El padre del tigre” de Carlos Eduardo Zavaleta. Aunque no se trata de autores desconocidos, continua siendo una molestia que solo se les identifique mayoritariamente de nombre y no por su talla artística (superlativa en el caso de Gutiérrez) o por el valor de su obra. En el caso de Gutiérrez, su relato del fugitivo, epiléptico y dogmático Saúl Lobato (las siglas de su nombre aluden al Partido Comunista Peruano Sendero Luminoso), refugiado en la casa de un aburguesado y timorato activista de izquierda de los cincuenta, Vicente Núñez Raugel, da lugar a una escena de confrontaciones, dominada por los juicios despiadados de Lobato hacia su protector. Aquí, su requisitoria de pureza en el ideal - influida por la sinceridad histérica de los personajes de Dostoyevski y Sábato- y la introspección existencialista de Núñez configuran un agudo cuadro de las opciones morales que le cupieron a la izquierda peruana durante los años de la violencia. Naturalmente, la dicotomía -aburguesarse o mantenerse “puro” y emboscarse- es resultado, antes que de una encrucijada histórica, del contrapunto de los personajes y del modo en que el influjo maniqueo de Sábato -o Bien o Mal, no hay tercer camino - trasunta en el radicalismo de Lobato y el escepticismo de Núñez. Pero Gutiérrez, conocedor de Dostoyesvki, priva a Lobato de la fuerte conciencia de la posibilidad de autoengaño, inherente a la sensibilidad del maestro ruso y, por ello, su personaje padece del fundamentalismo adolescente de los jóvenes de Sábato -su fijación obscena en un único fin- que desmerece su perfil de guerrillero maduro (lo hace inhumano y dogmático antes que heroico, incluso si la voz narrativa acoge su opción moral, como aparentemente hace Gutiérrez). “Una vida completamente ordinaria” es un texto de pulso dramático sobresaliente, con los clímax de los encuentros antitéticos, pero cuya dimensión estética –el trazo de Lobato- padece de un voluntarismo de máquina que lo hace insoportable, por sobre las preferencias del autor mismo.

En cambio, Dante Castro prefiere en “La guerra del arcángel San Gabriel” un protagonista defectuoso cuya condición de letrado y víctima de escarnio convoca simpatía. Es el maestro de una comunidad, forastero, giboso y malhumorado, quien refiere la disolución de su población como consecuencia de las escaramuzas de guerra. Primero, lo hace desde una posición marginal –su voz carece de autoridad incluso en la escuela, donde los alumnos lo amenazan-; luego desde victimado –cuya desconfianza aleja por instinto a su esposa y a él de matanzas y represalias; y finalmente –desde la figura del líder mesiánico- cuando concita la fe de los refugiados por el fuego cruzado entre Sendero Luminoso y el ejército. Tamañas metamorfosis obligan a sutileza suma en el diseño psicológico del protagonista a fin de no hacer este un maniquí cuya identidad se difumine en favor de la complejidad del argumento. Lamentablemente, Castro carece de la habilidad para mantener ese necesario equilibrio -entre una identidad compleja en movimiento y la necesidad de dotarla de contenidos (en especial, el retrato del jorobado vuelto líder milenarista padece de apresuramiento). Sin embargo, su retrato de las jerarquías comunitarias, en la primera parte, por mucho ajeno a la visión utópica de la literatura indigenista canónica resulta de una novedad estimulante. El narrador nos recuerda que la arcadia andina (trasunto que constituye uno de los bajos continuos de la antología en los relatos de ambientación serrana) es una superstición de los estudiosos capitalinos. En “La guerra del arcángel San Gabriel”, los comuneros mienten, matan, abusan de los más débiles y fingen llanto frente a policías y periodistas para alcanzar sus propios objetivos. No son los malvados per se de López Albújar, pero tampoco el refugio cálido del niño Ernesto en Los ríos profundos. Castro nos recuerda que, en una comunidad indígena, también se expresa un mundo de violencia agazapada, producto de sus propias tensiones de poder (no en vano, en el virreinato se le diseñó como República de Indios, espejo y réplica de la República de Españoles). Por ello, las prácticas políticas de la comunidad son, en “La guerra del arcángel San Gabriel”, las condiciones materiales que facilitan la incursión de Sendero Luminoso y luego la seguidilla de vendettas entre este, la comunidad y el ejército. En suma, la comunidad es condición y coadyuvante de la violencia.

“El padre del tigre”, a su vez, es el relato de mayor cantidad de matices y ramificaciones de argumento en el conjunto. Mediante una historia que evoca la biografía del padre del cabecilla senderista Osmán Morote, su autor, Carlos Eduardo Zavaleta, configura la historia de los últimos días de Serafín, un catedrático honesto y carismático de izquierda –retórico vibrante, anacrónico, digno de la Reforma Universitaria del año 20-, además de patriota y luchador social, en el instante en que su hijo, cabecilla terrorista, es capturado y encarcelado, tras años de clandestinidad en los que ha dirigido asesinatos y otros crímenes. Zavaleta lo examina desde la perspectiva de Eduardo, un catedrático provinciano más joven, residente en la capital, también de militancia izquierdista, quien consolidara su amistad con Serafín en los días en que este era el profesor más lucido y aclamado del Cuzco. En los noventa, Eduardo acompaña y guía al viejo maestro en Lima, una ciudad que este no entiende -atrapado en su tiempo y sus ideas- y juntos emprenden los trámites judiciales y extrajudiciales necesarios para que no se atente contra la vida del hijo preso. En simultáneo, Eduardo busca reconstruir o establecer –no es claro ni para él- la relación sentimental que sostuvo con una activista política del Cuzco, Amelia, a quien la lealtad a Serafín atrae a Lima. Sin embargo, el cuento no se resuelve en la apelación a la tramoya jurídica, como hace suponer la conjunción de voluntades en torno de la situación legal del prisionero, sino que la evita para centrarse en configurar la analogía entre las elecciones morales de Osvaldo, el “Tigre”, y Eduardo, el testigo de la anécdota. Este, como antaño el hijo del profesor, puede elegir entre atender el tráfago de la violencia política y sus consecuencias o la calma de la vida doméstica –la relación con Amelia. Aunque Eduardo prefiere lo segundo, en oposición al hijo del catedrático, no se trata de una elección entre una utopía pública (la maquinaria de la guerra) y otra privada (la felicidad erótica), del cariz de la última narrativa de Vargas Llosa. Mas bien, es la preferencia por un compromiso cívico de signo no violento (Amelia sigue siendo una activista comprometida con una izquierda legal y de base y nada parece que hará variar la orientación política de Eduardo); es, al parecer, el dibujo de una intimidad breve, pero reparadora, antes de una nueva etapa de lucha política.

Otras pruebas

A estos textos de interés acompañan otros de intensidad y amplitud de perspectiva apreciables por la vocación de totalidad con que abordan el tema, aspiración que no consiguen cumplir por imperfecciones técnicas o argumentales. “Adiós, Ayacucho” de Julio Ortega se constituye en el relato más ambicioso del conjunto: una parodia preñada de humor negro sobre las condiciones sociopolíticas y culturales de la víctima por excelencia -el dirigente campesino- que perfora y mina los distintos espacios productores de sentido del término “violencia” (académicos, políticos, periodísticos, criminales, etc.) para mostrarnos que las prácticas sociales en torno a esta –es decir, las prácticas discursivas de los distintos grupos humanos implicados- encubren la disputa por una hegemonía en la que los violentados no tienen la menor relevancia, pues son instrumentalizados y luego reducidos a desperdicios, ya sean morales o físicos. El protagonista, naturalmente, es uno de tales restos cuya osamenta ha sido profanada por sus asesinos policías, y que emprende una quijotesca búsqueda de la otra mitad de sí, en un periplo que se prolonga desde las pampas ayacuchanas hasta la Plaza de Armas de Lima, donde sostiene una entrevista breve y decepcionante con el Presidente de la República, Fernando Belaúnde. Ante la imposibilidad de conseguir su meta, repentinamente lúcido como el hidalgo de la Mancha, el cadáver decide retirarse a descansar, aunque lo hace efectuando un acto de restitución simbólica de su dignidad humana. Para bien morir, desplaza parte del esqueleto del conquistador Francisco Pizarro, signo del origen de la casta opresora –expuesto en urna de la Catedral-, y ocupa su lugar, con lo que la víctima se iguala en honores póstumos al victimario (aunque sea a través de un equívoco inducido y corrosivamente irónico). De claro perfil calviniano –el cadáver de Ortega debe mucho en estilo y concepción paródica a El caballero inexistente - y testigo impotente de una historia nacional sucinta que deviene en parábola -como el Oskar Matzerath de El tambor de hojalata-, el personaje de Ortega, sin embargo, chirría en su sapiencia inverosímil, omnisciencia que ni la dúctil retórica de la parodia tolera y que distancia al lector invariablemente del flujo de la ficción, no hacia la reflexión contestaria -la conveniente crítica social- sino hacia el cuestionamiento de la misma coherencia artística del narrador.

El otro relato de equiparable valía es “Pálido cielo” de Alonso Cueto. Aquí, la voz narrativa la detenta Luis, un hijo y hermano de senderistas, que vive de espaldas a las penurias y el resentimiento de su familia y al decantamiento de esta por la violencia. Hospedado en Lima desde niño por sus tíos - quienes le brindaron afecto y facilitaron su acceso a la educación-, es un joven tímido, pero quien satisface a cabalidad sus ritos de iniciación en la vida pública de la pequeña burguesía capitalina: ingresa a una universidad privada para estudiar derecho -se encarrila profesionalmente en una de las especializaciones indispensables del diseño social dominante- y trabaja medio tiempo de vendedor de artesanías en la tienda de Miraflores de su hermano Bruno -inicia su individuación como homus economicus, definido por su participación en el mercado y su acceso al capital. Esta última circunstancia le permite conocer a Mariella, una joven y hermosa clienta de la que se enamora, pero que, luego se enterará, padece de depresión con rasgos sicóticos. Aunque la situación se aproxima al manido panfleto burgués del ascenso social en la fidelidad al sistema (que, en apariencia, garantiza la libertad sentimental) y se inscribe sin atenuantes en el melodrama trágico, Cueto los evade al intercalar en la anécdota amorosa las conversaciones de Luis con Bruno, perfiladas por los sutiles silencios de este último. La inminencia cada vez mayor de una historia oculta a punto de manifestarse - como en las novelas de Henry James que Cueto admira-, facilita la naturalidad con que en “Pálido cielo” se expresa un acontecimiento excepcional en medio de los conflictos íntimos de sus personajes: casi al final, aparece, sin la menor disonancia temática o estilística, el atentado senderista que deja en ruinas la calle Tarata, donde vive Mariella, y que otorga sentido -pavoroso, en verdad-, a los silencios de Bruno. El hecho permite que Luis acceda al revés de la trama de su historia -su hermano es uno de los organizadores de la masacre-, pero el mismo movimiento homologa en el relato dimensiones de suyo ajenas para el ciudadano común que representa el joven. Cuando Cueto sitúa en el mismo espacio simbólico el sentimentalismo patológico de la muchacha y la carnicería absurda ejecutada por una banda armada, ambas se vuelven las dos caras de un mismo fenómeno: la locura. Pero, conviene aclarar, no es la enajenación producto de una historia personal expuesta a una crueldad secular reforzada por la ignorancia y el miedo –como puede seguirse de la miseria de los padres de Bruno o de la bárbara cultura sentimental del padre de Mariella. Cueto, desafortunadamente, no consigue potenciar hasta el clímax las lecturas más sutiles de sus personajes y les asigna a estos móviles de una trivialidad que no se condice con su habilidad para manejar el tejido narrativo. Así, reduce a los padres de Luis a una mera expresión del resentimiento que se orienta hacia la violencia y a Mariella a un cuadro psicológico de sensibilidad exacerbada e incomprendida que se entrega a la desesperación; en suma, personas habitadas por una incontenible pulsión tanática de la que no se pueden despojar. En una tosca apología del rechazo al desenfreno de la pasión y a la política activa de cualquier signo -contraria a la corrosión de los valores en uso del mejor James y a la lógica misma de develamiento del sufrimiento ajeno que funda el relato-, Cueto consigue de su personaje el gesto más conservador de la antología Toda la sangre: lo devuelve a un paraíso doméstico -el “Pálido cielo”-apenas si más receptivo a la vida social, pero inhumanamente ajeno al anhelo de algún tipo de justicia para las mutilaciones que ha padecido-el amor y la familia-y sin casi ninguna marca del aprendizaje a través de ese dolor. De final inconsecuente, el texto de Cueto exhibe una indulgencia inverosímil hacia la propia mutilación, hacia las infames condiciones institucionales que posibilitan la enajenación y silencia las explicaciones que enmarcan la violencia política en la incompetencia y torpeza de los actores que la ejecutan desde la cúspide de las jerarquías del capital o del fanatismo, como si coincidiera tácitamente con ello.

El juicio

Aunque no son todos los relatos de la antología, la reseña de los anteriores resulta ilustrativa del espectro político que cubre el conjunto y de las posibilidades interpretativas que ofrecen a un análisis de tipo culturalista, que es el que plantea Gustavo Faverón en su prólogo. El culturalismo es una corriente de la izquierda académica norteamericana que traslada la violencia entre clases al enfrentamiento entre culturas, en el que la superioridad moral reside en la etnia o grupo cultural víctima de los valores de los estados colonizadores europeos. Desde esta óptica, el crítico analiza las representaciones artísticas de la violencia ejercida por el Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso, caracterizándolo en términos de una cultura hegemónica y opresora, cuya víctima es el entramado social de la nación peruana. De ahí, el énfasis en la moralidad de la práctica literaria hecha por el editor -resistencia al silencio que impone quien oprime -y, desde luego, el carácter relevante que adquiere el hallazgo de una constante en el ejercicio de la opresión, pues permite denunciarla y combatirla políticamente; en este caso, detectar la disolución de los rasgos de parentesco tradicionales y su reemplazo por la organización en cuadros del Partido (con el crimen, la masacre y la tragedia que acompañan a semejante imposición) supone una decidida toma de postura en contra de Faverón, en consecuencia con su análisis (no en vano se apoya en la autoridad de Said, Williams y Barthes, prestigiosos analistas literarios y políticos). Pero, independientemente de que “el abismo de la filiación”, como llama a su tesis, tenga la relevancia que el estudioso le atribuye -hay que recordar que su prólogo analiza obras artísticas y no testimonios históricos, que estos no necesariamente coinciden con aquellos, y que, con frecuencia, el culturalismo suele confundir uno y otros, y hace afirmaciones indistintamente sobre ambos ámbitos-; no obstante todo lo anterior, decimos, su lectura puede ser tildada de parcial y aun de incompleta en la misma perspectiva académica elegida. Ello se debe a que un estricto acercamiento culturalista supone identificar la confrontación inmanente a la naturaleza de las culturas en todos los actores (sujetos) y ejes de fenómeno. En esa dirección, para ser consecuentes, Faverón no podía pasar por alto contextualizar su estudio en las tensiones seculares que supone la dinámica de la historia peruana ni soslayar que la violencia de Sendero se superpone al proceso de disolución de los vínculos tradicionales familiares que la civilización europea y su avatar anglosajón han efectuado de modo más efectivo, duradero y con frecuencia violento en el conjunto de etnias del mundo andino, tal como lo revelan los mismos textos de Toda la sangre en que el Estado y el ejército aparecen invariablemente como irreflexivos agentes represores. En el análisis de Faverón, donde cuidadosamente se ha omitido el examen de las estrategias del orden legal dominante para imponer su supremacía, Sendero -en tanto emanación de una ideología violenta de cariz occidental- debiera ser presentado como la exacerbación de la destrucción de los vínculos de filiación que previamente han iniciado los distintos tipos de Estado vigentes en Perú y sus rivales de turno. Pero el crítico no lo hace; no señala esa conexión que ofrece mayor inteligibilidad, desde la perspectiva que asume, al problema de la violencia. ¿Por qué esta parcialidad? ¿Cómo explicar que sin dar justificaciones, se limite a analizar a uno solo de los bandos en disputa? Pero no es la única operación intelectual que este realiza sin explicación. Así, en el prólogo de Toda la sangre, el período de los años del conflicto interno es un tiempo repentinamente encantado –desvinculado de las relaciones de poder y de la búsqueda de hegemonía que se extiende hasta el presente-; se pide aprender lecciones de la tragedia, como de una fábula, pero se neutralizan sus tensiones –las tensiones entre opresores y oprimidos- en las instancias de emisión y publicación del libro (en la contratapa se lee: “Por una década y media el Perú fue escenario de una guerra que no tuvo trincheras”; nuestro subrayado). Sitiado en un pasado ajeno, quien ha impuesto su violencia a la de Sendero y domina, aparentemente se ha hecho humo. Un crítico cultural consecuente extraería la explicación obvia: debido a que los vencedores no suelen desparecer, sino que se perpetúan y se confunden con el orden natural de las cosas, el libro entraña una forma de enmascaramiento de su lugar de enunciación: la cultura hegemónica opresora. Un crítico cultural de línea consistente debió señalar que persisten las prácticas obscenamente abstractas y alienantes del Estado peruano y el mercado de consumo concomitante, condiciones para la violencia superstite. Hacerlo, sin duda, hubiera adherido a Faverón a una causa intelectual y política en la que se inscribe como académico norteamericano, pero poco adecuada -terriblemente mal vista y sospechosa de incorrección política- para una legalidad y un sistema político, manifestación de la cultura opresora, es decir, la república liberal peruana que el mismo Faverón defiende como su ciudadano leal (la bitácora en Internet de este manifiesta, por encima de su estilo desafiante, una postura acorde con el estado de derecho universalista -léase anticulturalista-, restringida a la defensa de los derechos individuales –léase los que garantizan el ejercicio de la propiedad y el mercado- y sin ninguna consecuencia en la confrontación cultural). Por este motivo, parece, asistimos simultáneamente a los argumentos razonados del prologuista Faverón, que se apoya en el prestigio académico del culturalismo, y a las lecciones de ciudadanía occidental y moralidad universalista del internauta Faverón, creyente en que el sistema dominante es, en abstracto, excelente y al que solo le basta ejecutarse con honestidad y coherencia para que resulte satisfactorio. Su identidad textual desdoblada adquiere los ribetes de la célebre fábula sobre la personalidad disociada de Robert Luis Stevenson, El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde.

Naturalmente, de ese desdoblamiento -el crítico cultural y el miembro modélico del sistema vigente- pueden desprenderse las consecuencias morales que se deseen, sobre todo si se es culturalista de modo honesto – se puede apelar a ese tipo de acusación sobre la responsabilidad intelectual con la que el profesor universitario recusa a sus ocasionales detractores-, pero estas no son de interés estético -que nos compete- y menos afectan la calidad y el valor testimonial de la colección, que es defendible. Tampoco deben afectarla el título falso y grandilocuente-lejos está de ser esa versión total y última de la narrativa sobre la violencia política que sugiere y ninguno de sus relatos alcanza el mérito o la conmoción de de la verdadera historia -lo que sucede en algunos relatos cortos de Tolstoi o Hemingway. Menos debemos hacer caso de los objetivos dudoso de la campaña publicitaria de la editorial Matalamanga, que declara de interés social las lecciones de vida y arte contenidas en la antología, pero focaliza su venta en librerías de moda, en coloquios especializados de limitada difusión, y no en ámbitos en donde coinciden la memoria de la violencia y la reflexión política (las universidades de San Marcos o la Cantuta, en donde no existen compradores, pero donde, como en pocos lugares, se vivió el intercambio de balas en los pasillos). Pasemos por alto, en esta ocasión, incluso lo de menos: las erratas del libro (p. 305: “Sin hijos….”; debe decir “Son hijos”) y las antipáticas mutilaciones (el cuento “El hijo del tigre” carece de al menos un párrafo en la página 281). Por sobre ello, Toda la sangre reúne algunos cuentos que se merecían una nueva lectura para seguir mejor la pista de nuestra vida artística y política cuando todo era (¿o sigue siendo?) confuso. Además, añade como epílogo un esbozo, de primera mano, de la singular morfología del conflicto armado, seguramente gestado al interior de la Comisión de la Verdad, de autoría del Coordinador del Informe Final, Félix Reátegui, que compagina investigación, ensayo y comentario literario bajo la lógica del aporte de las narrativas particulares a las narrativas nacionales. Es un texto de categorías flexibles e inclusivas, que permiten una explicación convergente de la violencia mediante la participación de las distintas hipótesis sobre esta -psicológicas individuales y sociales, institucionales, políticas, culturales- en una imagen no por eso menos verosímil y atenta a la diversidad del fenómeno humano. La distancia es apreciable entre un prologuista puntilloso, pero tendencioso y un epiloguista que expone el anverso y el reverso de la trama de su discurso. Así, cuando su línea de razonamiento resulta menos sugerente que la contraria, concede la excepción o la variación en un proceso cuyo perfil sabe inacabado y opinable debido a su configuración abstracta. Por lo demás, la ausencia de una obligación profesional especializada y política en el ámbito literario -no es culturalista como Faverón ni está atado a las consecuencias metodológicas de ello- le permite articular una narrativa de responsabilidades y consensos, ajena a esa espada de Damocles que significa ocupar una postura enunciativa hegemónica -su voz es solo una oferta bien fundamentada de posibilidades para definir una verdad que se considera prioritaria para el Estado de derecho, que no es un pasado oneroso, ni un estigma de un conflicto trágico, sino un ideal de convivencia pacífica en el futuro. Debido a estas alentadoras ideas y a unos buenos cuentos, Toda la sangre puede leerse con provecho.