La hora azul



Alonso Cueto. La hora azul (Anagrama/Peisa)

Alonso Cueto (Lima, 1954) ha definido su novela La hora azul como "un cuento de hadas al revés", pues en ella el protagonista, Adrián Ormache, es un exitoso abogado limeño, con una vida bastante superficial y frívola, que repentinamente tiene que enfrentar las consecuencias de las atrocidades cometidas por su padre, militar responsable de un cuartel en Ayacucho a mediados de los años 80. Ese oscuro pasado se personifica en Miriam, adolescente que sin ningún motivo fue hecha prisionera y violada por el comandante Ormache. La búsqueda, el encuentro y posterior enamoramiento entre Adrián y Miriam son el eje de una historia llena de intrigas, secretos y giros inesperados.

El dinamismo de una trama con muchos elementos del relato policial se conjuga con la variedad y diversidad de personajes (limeños y provincianos) y el valor testimonial de la historia, basada en un caso real. Con ese material Cueto pudo haber hecho una novela interesante y que además se constituyera tanto en un amplio retrato de la sociedad peruana como en una valiosa reflexión sobre la violencia política y su consecuencia en nuestra vida cotidiana. Y aunque el Premio Herralde concedido a La hora azul en España parece indicar que todas esas cosas se lograron, como lectores peruanos no podemos dejar de sentirnos un tanto decepcionados.

El principal problema de la novela es el exceso de descripciones, la tentación "costumbrista" siempre presente en la narrativa peruana. Cueto, en su afán por remarcar las diferencias de clase entre los personajes, nos los describe detalladamente tanto en su aspecto físico, sus gustos y modales, y también los espacios en los que se desenvuelven. Así, la terrible brecha social queda reducida a oposiciones intrascendentes como whisky-cerveza, servilletas-palillos de dientes, pisos alfombrados o de cemento. Por si eso fuera poco, los extensos diálogos apelan constantemente a todo tipo de muletillas y lugares comunes: "El pata ese Chacho está que almuerza con la señora... en mi delantito se lo dio".

En ese desborde costumbrista, los testimonios sobre los aspectos más terribles de la violencia van quedando postergados. El relato de las torturas realizadas en el cuartel ayacuchano ocupa menos de una página; y la relación entre Miriam y el comandante Ormache nunca es descrita, ni siquiera se nos dice cuánto duró (¿días?, ¿meses?). Los importantes temas planteados tampoco alcanzan el desarrollo esperado, principalmente porque el autor da prioridad a lo emotivo sobre lo reflexivo. La reiterada oposición entre la riqueza y frivolidad del mundo de Adrián (urbano, cosmopolita) y la pobreza y marginación del de Miriam (provinciano, andino) no conduce a ninguna parte; y más que el sentimiento de culpa, el móvil del protagonista parece ser simplemente el temor al escándalo. Además, a partir del encuentro de Adrián y Miriam, el relato se convierte en un melodrama poco verosímil -resuelto además con premura- en la línea de las historias que el escritor nos entregó en el libro El otro amor de Diana Abril (2002).

No obstante estos reparos, hay que reconocer que Cueto es uno de los autores que con más constancia y rigor está tratando de acercarse al difícil tema de la violencia política de las décadas pasadas. Mientras algunos escritores limeños comienzan recién ahora a abordarlo -con la superficialidad y el efectismo propios de toda moda literaria-, Cueto viene trabajándolo desde Pálido cielo (1998). Ya en Grandes miradas (2003) logró resultados interesantes a partir de la documentación e investigación sobre historias reales aunque poco conocidas. La hora azul ratifica los logros de esa novela, a la vez que ha significado la llegada del merecido reconocimiento internacional para su autor.

2 comentarios:

Javier Ágreda dijo...

Un fragmento correspondiente a las páginas finales de La hora azul.

El dolor que mi familia había fabricado y enterrado para mí como un tesoro antes de pedirme que lo buscara, era mi única posesión en ese momento. Debía agradecerle a mi padre haberme dejado el botín de su pasado. Miriam había sido un ángel que me había llegado desde mi propio infierno. Me había mostrado de lejos el abismo del que habían vuelto hombres y mujeres iguales a mí, los que había visto en Huanta y en San Juan de Lurigancho. Todos los días esa gente se había despertado decidida a persistir, a no morirse, a no perder la dudosa gracia de seguir vivos, en medio de la guerra primero y de la pobreza luego. En ese momento me parecían espectros que remontaban sus cuerpos. Habrían tenido que despertarse en tantas madrugadas para enfrentar las imágenes que aparecen en la pared de su cuarto, la voz insistiendo de sus padres o sus hermanos o sus hijos, los cuerpos desvanecidos en el aire del dormitorio, aquí estamos, no queremos irnos, estamos aquí contigo. La vida siempre había sido irreparable para ellos. El silencio helado de una noche cualquiera era siempre el silencio del miedo, la puerta de su casa era siempre una puerta a punto de estallar. La guerra se había terminado ahora. Y sin embargo los rostros aún los rondaban: los hermanitos que les preguntaban si iban a poder escapar o los padres que los acostaban o las madres que les servían un tazón de leche. Todos espectros tiernos en el aire de piedra.

Había sido así también para Miriam. Ella nunca había salido de ese corredor de su última noche de Huanta a Huamanga, no había podido apartarse de la delgada línea que sus ojos creaban para persistir. Esa línea que se había interrumpido. había tenido que correr antes de que llegara la claridad donde estaba en peligro, la hora azul de la primera madrugada. Iba a estar bien mientras corriera. pero ahora se había detenido. Ahora estaba en su bosque de fantasmas anónimos, una hondonada entre dos cerros en el camino a Huanta. Encima de ella, estaban los otros cuerpos. El de Hugo Matta, que se negó a que los senderistas le quemaran su carro y que murió de un tiro en la cabeza; y el de Leonidas Cisneros, el teniente gobernador que no quiso que los senderistas tomaran su pueblo; y el del hijo de Teodoro Sillipú, a quien los senderistas habían rociado con gasolina y habían amarrado bajo el sol del mediodía para que se quemara lentamente, y el del señor Luis Zárate, a quien habían degollado y colgado en la plaza de San Miguel de Rayme, y el de los seis hijos y el esposo de la señora Paula Socco. Todos ellos habían existido, habían respirado bajo el cielo que me cubría, habían estado tan cerca. Y ahora ya casi nadie sabía de ellos. No existían. No eran nada. Su recuerdo era un enorme silencio en un camino de montañas. Iban a ser recordados un tiempo por una poca gente de su lado. Del otro lado, la gente del otro lado.

Ellos, los sobrevivientes, los que habían mirado a la muerte de frente, eran los únicos verdaderos habitantes de la vida. Investidos de su soledad, estaban allí, de pie en ese terreno baldío de su rutina. Ellos. No yo, que me despertaba todos los días junto a Claudia y que llegaba a la oficina para hablar con Eduardo y mis clientes.

Rigas dijo...

Por estos mismos aspectos que ud. menciona como defectos me pareció esta obra como una pieza de extraordinaria calidad.

Otros extracto:

"Mi cauteloso egoísmo, la barbarie de mi elegancia me habían protegido hasta entonces de ellos [los torturadores, mi padre, los oficiales]. Yo me había acostumbrado a descartar los pequeños problemas del mundo de afuera con una mueca, me había preparado para correr las cortinas cortinas infinitas del sarcasmo antes de acomodarme en el salón de cojines que compartía con mis ’amigos’. La muerte, la pobreza, la crueldad, habían pasado frente a mí como accidentes de la realidad, episodios pasajeros y ajenos que había que superar rápidamente. Ahora en cambio me parecían dádivas recién reveladas."

Alonso CUETO, La hora azul (ediciones Anagrama) p.271

Para un extranjero, este libro es probablemente mas impactado.