El camino de Santiago


Con una larga trayectoria y numerosos reconocimientos internacionales, Eduardo González Viaña (Chepén, 1941) es uno de los narradores emblemáticos de nuestra generación del sesenta. Su obra, caracterizada por el vuelo imaginativo y un lenguaje “tan perfecto que dan ganas de cantar mientras se lee” (según Alfredo Bryce), tiene varias etapas claramente diferenciadas, una de ellas dedicada a explorar la religiosidad y los mitos populares, con dos libros clave de los años ochenta: Habla, Sampedro (1984) y Sarita colonia viene volando (1989). Radicado desde los años noventa en Estados Unidos, González Viaña está abocado desde hace algún tiempo a llevar a la literatura la vida de los migrantes latinoamericanos en el país del norte, como en su novela El camino de Santiago (2017), finalista de la más reciente edición del Premio Planeta de Novela.

Santiago es un joven peruano a quien al principio del relato encontramos tratando de ingresar ilegalmente a Estados Unidos por la frontera con México. Ahí es capturado por uno de los grupos paramilitares que cuidan la zona, quienes lo confunden con un “coyote”, esas personas que lucran ayudando a los migrantes a pasar esa frontera. Pero esa es solo una de las cuatro partes en que está dividida la historia de Santiago. La segunda se remonta a su infancia, en 1985, cuando los habitantes del pueblo en el que nació fueron masacrados por una patrulla del Ejército peruano. El nombre de ese pueblo (Accobamba), señala los sucesos reales que el autor está llevando a la ficción. Un tercer capítulo (“Santiago, Cirila y el caballo”) relata las peripecias de los sobrevivientes de esa masacre; aunque, como en Pedro Páramo, a veces no se llegue a distinguir si los personajes están vivos o muertos. Por último, el extenso capítulo final nos devuelve a la frontera estadounidense, y cierra de alguna manera todas las historias.

Así, la violencia y el desarraigo resultan los temas centrales de esta novela, que en sus dos primeros capítulos resulta un testimonio hiperrealista y desgarrador de los excesos cometidos por los supuestos guardianes de la ley en dos contextos tan diferentes: los Andes peruanos y el desierto de Arizona. En cambio, los dos últimos capítulos resultan una peculiar mezcla de road movie y realismo mágico (en su vertiente rulfiana, como hemos señalado). Las sorprendentes aventuras de los niños Santiago y Cirila en su peregrinaje por pueblos andinos (incluso llegan a trabajar en un circo) son como el correlato infantil de las mucho más violentas travesía del Santiago adolescente. Un recorrido que hace acompañado de otro peruano, el alférez Telmo Colina (precisamente el responsable de la masacre de Accobamba); y que además sirve de enlace con otra de las novelas de González Viaña, El corrido de Dante (2006), cuyos protagonistas llegan a encontrarse con Santiago y Telmo.

Acaso la novela pierda un poco de consistencia debido a la tan marcada diferencia entre sus diverso capítulos. A ello hay que añadir lo forzada que resulta la trayectoria vital del protagonista, o lo estereotipado de algunos personajes —como Telmo Colina—, que hacen que los capítulos realistas resulten débiles, a pesar de su relación directa con la historia reciente. En líneas generales en El camino de Santiago encontramos muchas de las reconocidas virtudes de la narrativa de González Viaña, aunque sin llegar a la altura de sus novelas previamente mencionadas.

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