El círculo de los escritores asesinos


Diego Trelles Paz. El círculo de los escritores asesinos (Candaya, 2006)

Cinco escritores jóvenes, compañeros de tertulias en un céntrico bar limeño, forman un grupo, al que denominan pomposamente El círculo, y editan una revista literaria. Cuando el crítico de un importante diario comenta despectivamente la revista, los escritores deciden matarlo. Esa es la historia que cuenta Diego Trelles Paz (Lima, 1977) en su primera novela, El círculo de los escritores asesinos, a través de los “manuscritos” en que cada uno de los miembros del Círculo –amparados en seudónimos literarios- cuenta su versión personal del crimen.

Desde el primer manuscrito, correspondiente a Larrita (por el escritor español Mariano José de Larra), la narración, que se mantiene siempre en un tono oral y coloquial, se ve interrumpida por continuas digresiones e historias subalternas que van postergando los detalles del crimen. Larrita rememora la historia de cada uno de los integrantes del Círculo, de sus conocidos (entre ellos personas reales como el actor Hudson Valdivia y el poeta Carlos Oliva), sus conversaciones (incluyendo los argumentos de las novelas y películas mencionadas), y muchas otras cosas. Sólo después de más de 150 páginas se llega a la noche del asesinato. Y en los otros manuscritos, de menor extensión, la dinámica narrativa es la misma.

Así, esta mezcla de Rashomon y Los detectives salvajes -ambientada en un bar frecuentado por escritores bohemios y ubicado en el tradicional jirón Quilca limeño- se le escapa de las manos a Trelles por su afán (casi una obsesión) de atraparnos con las historias subalternas. Y si bien algunas de ellas están bien narradas y resultan de interés, otras son más bien innecesarias, como cuando se “cuentan” películas tan conocidas como Hannah y sus hermanas o Buenos muchachos (de Allen y Scorsese, respectivamente), o libros como El Quijote o el Poema del Cid, de lectura obligatoria en cualquier curso de literatura, que Trelles presenta y resume, sin ningún aporte ni interpretación personal, en extensas notas a pie de página.

El mismo respeto y reverencia muestra el novelista con sus personajes y la cultura underground limeña en general, tan poblada de gente que ha hecho de la pose y el snobismo una forma de vida. Sin denunciar con firmeza lo ridículo de sus comportamientos, la pobreza de su formación y logros literarios, o lo limitado y mezquino de sus ambiciones, la novela –por el contrario- pretende exaltarlos a la categoría de héroes culturales. Trelles ni siquiera toma distancia con respecto a los prejuicios y lugares comunes de los que parten estos “escritores malditos”, desde la misoginia (señalada por Olga Rodríguez en su reseña de la novela) hasta la incapacidad de la crítica para entender sus obras.

El escritor Santiago Roncagliolo afirma, en el prólogo del libro, que lo fundamental en esta novela es la “constante indistinción entre realidad y ficción”, pues los datos objetivos se mezclan con la “delirante fantasía literaria de unos poetas mediocres” (los autores de los manuscritos) y con “chismes del mundillo literario y anécdotas de fiesta universitaria”. En realidad Trelles no ha trabajado tanto lo referente a los límites entre realidad y ficción -ni la fantasía de sus personajes- como la detallada narración de esos chismes y anécdotas. El círculo de los escritores asesinos no es novela lograda, pero sí un interesante y a ratos divertido testimonio de la vida literaria limeña de los últimos años.

1 comentario:

Javier Ágreda dijo...

Copio, en el orden en que aparecen en el libro, algunos fragmentos de El círculo de los escritores asesinos que he encontrado en internet.



Del manuscrito G

(p. 29)

¿La emoción o las palabras, qué viene primero? Lógicamente no existiría la emoción sin un medio para expresarla, no podríamos ni pensarnos sin una convención previa de signos, porque los humanos no estamos hechos de órganos, huesos o carne, sino de códigos lingüísticos, de formas siniestras que aparentan ordenar el caos de nuestra naturaleza salvaje. Las palabras son primero. Dios, o cualquier otro de esos visionarios inmorales, creó el signo antes que el mundo dándole un poder apenas perceptible y, por lo mismo, absoluto. Nada es anterior al alfabeto.

Yo soy un poeta. puedo comprender esa verdad oculta a los demás. Entre otras tragedias, cargo con mi anonimato: soy un poeta desconocido, un juglar sin público. Vivo y escribo en un calabozo inmundo. Dicen que maté a un joven próspero y, aunque eso es falso, no he hecho nada por desmentirlo. He preferido abandonarme al silencio digno de la escritura porque, dentro de esta fosa común, la literatura me ha salvado la vida.


(pp 37-45)

El Círculo

El Círculo nació en el bar del chino Tito. Cuando pienso cómo ocurrió, me acuerdo de esas películas francesas donde los personajes se conocen porque sí, y no puedo evitar sonreírme. Me pregunto: ¿cómo va a ser verosímil, Ganivet, si parece extraído de un libro de accidentes, de un anecdotario citadme, de uno de esos manuales mal imaginados de fábulas y sueños? ¡Yo mismo dudaría de semejante historia! Y, sin embargo, como sí hubiese estado profetizado, sin ninguna amistad o pasado común, sin ninguna conexión previa, coincidimos una noche y rápidamente supimos que nada había sido casual, que teníamos que encontrarnos. Así fue como todo empezó.

Aquella tarde de viernes había decidido vencer el genuino miedo que siempre le he tenido a la gente. Yo era un estudiante retraído en la Facultad de Literatura de San Marcos. Mi madre me había convencido de ir a la universidad y yo había aceptado sin saber bien por qué. A ella no le importaban mis estudios en realidad; lo que le interesaba era que me relacionara un poco más con los otros o le llevara a casa a una dulce muchacha y se la presentara como mi mujer. Mi madre temía que yo fuera homosexual. Sin embargo, no sólo perdí la virginidad en su cama, sino que lo hice con una de esas amigas liberales con las que salía antes de volverse a casar- Aunque nunca hablamos del asunto, siempre supe que ella lo planeó y decir que me importó, sería mentir. Ni siquiera sentí vergüenza. Desde la muerte de mi padre, yo he sentido por mi madre una adoración desmesurada y he tratado de complacerla en todo.

Me convertí, pues, en un estudiante por obra y gracia de sus fobias. No pude, sin embargo, relacionarme con nadie. No sólo nunca le llevé algo parecido a un ser humano a casa, sino que de pronto se me ocurrió que la idea de asesinar a su nuevo cónyuge no carecía de cierta, armónica, justicia. Tuve, sin embargo, mis reticencias. Luché contra mi oscura moral y terminé rechazando lo más hermoso que puede nacer del pecho de un verdadero poeta: la irracionalidad. Pensaba yo: ¿es el advenedizo un mal hombre? Y, no, no lo era en absoluto. Mi padre sí que lo era, este sujeto era insignificante. Su bondad era tan odiosa como la de todos esos hombres despreciables que nada leen, que gastan sus horas pensando en el mañana con la más estúpida de sus sonrisas. Debía matarlo, sin duda. Estaba clarísimo. Estaba tan claro que las hermosas palabras de Monsieur Mersault resonaban con violencia en mi cabeza. Palabras del horror más perfecto, de la verdadera desnudez ante la angustia de la que hablaba Heidegger. Palabras de profeta que me inspiraron los más atroces sentimientos: «Alors, j´ai tiré encore quatre fois sur un corps inerte où les bailes s'enfonçaient sans qu´il y parût. Et c´était comme quatre coups brefs que je frappais sur la porte du malheur.»

¿Por qué no lo maté? No lo sé, simplemente no lo hice. Al principio no dudé en atribuirlo a mi falta de carácter. Luego me di cuenta del terror que sentía. No de verlo desplomarse o de presenciar el cambio escalofriante de una mirada que se esforzaba en serme paternal- Sé -sabía entonces- que mis actos podían ser interpretados como los de un loco. Pero yo no me sentía así. Lo quería matar y punto. El terror aparecía cuando imaginaba los ojos de mi madre cerrarse para siempre. Sin ella, sentía un agujero en el estómago, una soledad infinita. Cuando pensaba en un mundo sin mamá, el mundo lentamente se hundía.

Con el tiempo no llegaría a comprender a las personas. De hecho odiaba a casi todos los compañeros sanmarquinos:

1) A los que ya me habían invitado a formar parte de sus movimientos de izquierda y estaban tan politizados que preferían sabotear las clases.
2) A los que me invitaban a participar como poeta -sabrá Dios quién les había dicho que lo era- en recitales culturales donde se rendía pleitesía a personajillos de lo más insoportables (nunca, como entonces, sentí tanta vergüenza ante las monstruosidades que la poesía puede permitir).
3) A los que ni me invitaban ni me hablaban ni nada de nada, tan sólo porque, al igual que a ese señor que vivía en casa, los veía más alegres, más vitales, menos reales que yo.


Yo mismo me sentía despreciable. Salvo un grupito de estudiantes que había observado leyendo en los jardines, nadie despertó mi curiosidad. Fueron precisamente estos ´amigos´ los que me llevaron a aplazar el crimen. No sé si fue voluntario pero empecé a distraerme con ellos. Me gustaba escucharlos cuando hablaban sobre esas cosas que nunca pasan de moda en un pasillo de Letras. Por ejemplo: la expulsión de César Moro del movimiento surrealista por sus «tendencias homosexuales»; el encuentro entre Allen Ginsberg y Martín Adán en el Bar Cordano; los dos tiros de revólver que Verlaine le asestó a Rimbaud en Bruselas; los Efimeros Pánicos de Arrabal, Jodorowsky y Topor en el París de los sesenta, sendos psicodramas estridentes en donde un perro podía tranquilamente suicidarse en escena; la locura de Zelda, la hermosa esposa de Fitzgerald, quien trató de humillarlo hablándole del nimio tamaño de sus genitales, lo que, según Hemingway en París era una fiesta, los llevó a ambos a desmentirla con una inspección ocular en un baño parisino; el juego mortal con el que un dopado William Burroughs, fungiendo de Guillermo Tell, asesinó a su esposa Joan Vollmer de un balazo mientras ésta sostenía un vaso de tequila sobre la cabeza; la llegada de William Faulkner a! Perú de la mano del escritor Carlos Eduardo Zavaleta; el puñetazo que Vargas Llosa le propinó a García Márquez dentro de un cine mexicano; el intenso romance que sostuvieron dos de los niños bonitos de las letras sudamericanas: Elena Garro y Adolfo Bioy Casares; y así, un sinfín de acontecimientos literarios que, revestidos por un aura mística y de cierta solemnidad, nadie reconocía como chismes.

Yo, como ellos, disfrutaba del chisme. Particularmente, me gustaba mucho una de las anécdotas que nos contó Marita. Marita era una poeta muy buena y obesa que escribía versos eróticos. La historia ocurrió en Lima, no hace muchos años; habla de poetas peruanos en un taxi. Digamos, para ser efectistas, que el carro era uno de esos minúsculos Ticos amarillos y el conductor un alcohólico. Los poetas salían de un bar barranquino y ya andaban bastante ebrios. Como buenos ciudadanos o como dignos poetas que no conducen, ninguno de ellos tenía coche. De manera que allí estaban José Watanabe, Luis La Hoz, Carlos López Degregori, Antonio Cisneros, y de repente, no puedo asegurarlo, Rodolfo Hinostroza, trepando al taxi que los devolvería a sus casas, cuando uno de ellos miró al taxista y le dijo algo que pudo ser una broma pero que a mí me sonó a magia: «Maneja con cuidado, compadre; si nos chocamos esta noche aquí se acabó la poesía peruana».

Marita sabía contar con gracia este tipo de anécdotas y a mí me gustaba escucharla. Su cercanía no me resultaba conflictiva aunque tampoco me llenaba de Júbilo. Saber que yo era atractivo para ella me causaba un cierto estupor. Descubrir, sin embargo, que no la odiaba fue un paso gigantesco en la salvación del intruso. Fue Marita quien me convenció de abandonar mi encierro. Su invitación al bar del chino Tito, la misma noche que nació el Círculo, me hizo vencer el miedo que siempre le he tenido a la gente.

Debo reconocerlo, desde que conocí a Casandra las exigencias de mi madre dejaron de ser mandatos excluyentes. Mis celos se atenuaron, el intruso no dejaría de ser un estorbo pero mis deseos de eliminarlo cedieron. Sin embargo, no puedo asegurar que el Circulo se formara por influencia de mi sentimiento amoroso. Ya he hablado de una coincidencia literaria, de un momento cinematográfico en el que dejamos de reconocernos extraños. ¡Diablos, era como si una cámara desenfocara al resto de personas para dejar que nos mirásemos! Y aunque sé que exagero, que abuso de las licencias poéticas y que de seguro el momento no existió de esa forma, ¿cómo podría explicar entonces nuestra intensa conexión?... ¡Si ni siquiera era capaz de responder al saludo de la gente! Ahora diría que en realidad fue Vallejo. Cuando Casandra comenzó a hablar como el gran César en esa mesa infestada de lindos intelectuales, mí cuerpo empezó a segregar alguna hormona misteriosa que me dejó estúpido. Lo mismo, estoy seguro, sucedería con el Chato, con Larrita, con Sawa. Pero no era que Casandra hablara sobre o contra Vallejo, ni que hiciese uno de esos comentarios de enciclopedia que todos alguna vez empleamos para parecer interesantes. Su actitud me la respuesta a un rumiante de pelo pintado, uno de esos cretinos recién desasnados que emplean palabras difíciles para justificar algo que no endeuden. El sujeto hablaba de vanguardia poética, performances, de arte plástica comprometida, del concurso de la Telefónica que perdió por fraude, de artistas en boga y de artistas desfasados. Cuando hizo el ademán de concluir, miró a Casandra confiado en los resultados de su empalagoso cortejo. Estoy seguro de que estos muchachos de ahora no hacen sino cambiar los rótulos y nombres a las mismas mentirosa convenciones de los hombres que nos precedieron, dijo Casandra con la voz seca y empleando el masculino.

¡Cómo explicar ahora ese delgadísimo hilo de electricidad que me recorrió el cuerpo! ¡Esa sensación extraña que me despertó al mundo y me hizo retornar de mi nebulosa arrepentido de mis estériles años! Ni siquiera se trataba de uno de los poemas del gran César, ¡era un artículo! Debía conocer a la mujer que pudo acceder a Contra el secreto profesional y citarlo con esa naturalidad tan modosa y provocativa... ¡Vamos que me había enamorado! Sin saber cómo me vi delante de ella. Sus amigos artistas se callaron y empezaron a mirarme como a un mendigo que te observa comiendo. A mi su asco me era indiferente, sin conocerlos sentía por ellos repugnancia y, ahora que lo pienso, unos enfermizos e insostenibles celos.

Claro, todo eso puedo comprenderlo ahora que ya nada tengo, cuando mi vida se ha acabado en esta cárcel de mierda- Pero, entonces, cuando cedía al vértigo, un dulce vacío hizo leve mi cuerpo y me mantuvo estático ante sus ojos. ¿Quién era yo sino el atrevido que supo sostenerle la mirada y silenciar a su auditorio de bufones con el mismo silencio? Decir que estuve treinta segundos «dormido en sus ojos» es una forma poética, algo cursi, medio nerudiana, de mentir. ¡Y es que yo fui sus ojos! El silencio era mi cómplice. Cuanto más se dilataba, mientras escuchaba las bromas de sus amigos, comprendí que en ese espacio sólo existíamos los dos.

En ese momento ella dijo algo que no entendí. ¿Qué fue? No lo sé. Nunca lo supe- Yo era sordo. Tenía miedo de escuchar. Fue más bien el susurro prolongado de una sola palabra. Como si ya no pudiera controlar mi lenguaje, la respuesta me salió de pronto:

-Vaaaaalleeeeeejoooooooooooooo...

Casandra asintió con la cabeza, sin despegarme la mirada. Nunca como entonces, la súbita vergüenza, las ganas de salir corriendo, una oscura sensación de abandono. Qué silencio. Era tan nítido e hiriente que llegó a cegarme. ¿Es así el mundo? No tuve otro remedio que huir. Ya en el baño del bar, comprendí que nada podría hacer para regresar, Casandra, ¿qué pensarías de mí? Yo sólo era un muchacho confundido que no entendía al mundo. Tendrías que observarme derrotado, entre estas paredes malolientes, maldiciendo el amor. Sé que el hombre que tocó la puerta -el Chato, mi primer amigo- estuvo tan enamorado de ella como yo- Sé que nos estuvo observando y su impulso de buscarme se debió a su imposibilidad de hacerlo que hice. Cuando me preguntó por ti, tuve ganas de golpearlo. Pero no pude. O no quise. Porque me vi en él. Ahí, en ese instante muerto, floreció nuestra pandilla. Él me enseñó tu nombre. Dijo que lo había escuchado esa misma noche. Dijo que le sonó hermoso y que lamentaba su sinceridad pero era un hombre honesto. Y yo le creí.

Lo siguiente fue aceptarle una cerveza mientras le mentía a Marita para no regresar a su mesa. Las últimas palabras que le dije (no pienso repetirlas) supieron expulsarla de mi vida para siempre. Y sospecho que también de la poesía porque Marita no volvió a escribir. No voy a sugerir que dejó de componer esos bellos poemas eróticos por mí culpa, pero puedo suponer que algo en ella enmudeció. Cometió la locura de desconfiar de sus versos. Antes de mi encierro, volví a verla. Parecía una muerta, una sombra con cuerpo. Sé que me reconoció y debió de alegrarse de mi futura desgracia. No la culpo. Yo le auguré un suicidio nada complaciente, carente de toda paz, y me sentí malvado. Sin embargo, verla desaparecer esa noche no me produjo el menor remordimiento. Era tonto y egoísta, estaba un poco loco. Frente a mí tenía a un hombre que me hablaba sin pedírselo y cuya sinceridad no tardaría en conmoverme. Era evidente que estaba ebrio pero sabía llevar con aplomo su embriaguez. No parecía un escritor. Me di cuenta de que no lograba cruzar las piernas con propiedad, las tenía musculosas como las de los futbolistas. ¿Qué cualidad descubrí en sus palabras para no humillarlo con mi indiferencia? No sabría responder. Quizás siempre fui un ermitaño a medias. Aunque puedo reconocer que muchas de las cosas que dijo yo las había pensado antes. A su manera, el Chato también odiaba los códigos de una ciudad enferma que empezaba a asfixiarlo. No siempre había sido así. Me dio a entender que su maldición empezó con la lectura. Que fue ella la que le mostró el camino de una lúcida perdición porque, súbitamente, empezó a sentirse diferente a sus amigos e infinitamente triste. Para mí eso era algo nuevo. No conocía el concepto de amistad y, sin experimentarla, la aborrecía.


(pp 87-93)

Éste es el sueño: el poeta Carlos Oliva y yo tomábamos una cerveza en el bar de Tito. Aunque yo nunca conocí físicamente a Oliva, sabía que era él y además él me decía que era Oliva, que si estaba loco para hacerle una pregunta tan estúpida, como si no lo conociera. Accedí. Incluso me disculpé. Luego empezó a contarme la historia de un poeta piurano que buscaba la muerte en una calle del Centro de Lima. Su método era simple: hacía como que se quedaba dormido sobre una pista vacía en plena madrugada hasta que, cual rata callejera, lo arrollase el primer coche. El poeta piurano sufría de amor pero, como sucede en estos casos, no murió ni de amor ni de nada. Lo que sí hizo fue contarle su historia a un periodista romántico que la convirtió en crónica y, luego, claro, con un efecto de boomerang que la hizo regresar con más fuerza, en leyenda urbana, en hazaña poética. «Si uno quiere morir atropellado por un carro, poeta Ganivet, no se hace el dormido sobre una calle deshabitada a las cinco de la mañana, ¿no es cierto? ¡Para eso está la Vía Expresa, no me jodan!» me decía un Oliva demasiado serio o, quizás, algo angustiado. Acto seguido, me dijo que él sabía cómo se moriría pero no sabía cuándo. Me lo dijo de la misma manera en la que uno dice que sabe de automóviles o que se pedirá una cerveza. Lo que lo agobiaba era saberse ignorante del momento y, más aún, tener la certeza de que moriría como un poeta joven y anónimo. Fue, entonces, cuando empezó a hablarme de cómo algunas personas se quieren morir sin sospecharlo, sin atreverse siquiera a pensarlo, aguantando estoicamente el dolor en el pecho que produce el acto mecánico del respiro. «Causa angustia, poeta Ganivet, la nada, el no saber, la inutilidad de los sentimientos que son sólo barreras ficticias para evadir el deseo sincero de pararlo todo. Entonces -sólo entonces- empieza uno a jugar. Como un niño con sus juguetes, uno juega con la muerte» me decía con una frialdad impresionante mientras yo pensaba en mí con toda la tristeza del mundo y me ponía a llorar. Es decir: yo, que en mi vida había llorado frente a algo parecido a un ser viviente, lloraba a moco tendido en y fuera de mi sueño hasta que Oliva me dijo que me dejara de mariconadas, Ganivet, que qué era eso de andar lloriqueando frente a todo el bar como un crío. Comprendí, entonces, que era poco serio sensibilizarse en esas circunstancias en las que te han elegido para ser testigo de algo revelador de lo que, intuyes, jamás podrás librarte. Entonces preguntó: «¿sabes cómo me voy a morir, Ganivet?» y se rió como si su risa fuera sólo el prólogo de una violenta manifestación de dolor, como si al cerrar la boca empezaran a invadirlo las arcadas del llanto hasta vencer su resistencia. Sin mediar pregunta y mirándome a los ojos con la mirada del mago farsante que te exhorta a aplaudirlo, me dijo que moriría en un accidente de tránsito pero que, en el fondo, no sería sino el simulacro de una fatalidad, un engaño premeditado que ahora conseguía liberar de su diccionario mental la palabra suicidio. Fue, entonces, que soltó su gran secreto para luego embarcarse en un monólogo febril en el que ya mi presencia no tuvo importancia: «Toreo automóviles, Ganivet» me dijo de pronto, «no sé si me entiendes; los sábados en la madrugada, cuando ya nadie quiere tomar conmigo, me encamino hacia una de esas avenidas de letreros luminosos que sólo consiguen perturbarme, repitiendo una y otra vez esa canción que dice, Tu tesoro, Carlos Oliva, es el amor que perdiste en tus manos de navegante ebrio, de náufrago sobre un tronco a la deriva, de marino agotado de tanto nadar contra la corriente, para llegar tenuemente hacia la resaca (16), ¿tú has escuchado ese vals, Ganivet? No, claro que no, imposible, sólo este servidor lo ha escuchado porque ya no queda público en las galerías y eso lo sé porque tengo ambos pies agarrotados sobre el cemento, entre esas rayas finitas que colorean las negras autopistas, mi camisa arrugada me sostiene aunque cuelgue del vacío y ondee como una bandera ajada, la tengo bien cogida mientras me digo, Carlos, la capa con las dos manos, el cuerpo respingado, el culito terso, los brazos firmes, los dientes bien cerrados, los ojos inmóviles como los del francotirador ante su presa ¿me entiendes?, porque puede ser la última, Carlos Oliva, puede ser la última, así que cuando veas la sombra del toro mecánico apresurando su paso a través del horizonte y anunciando la llegada de la estampida con la luz del día, ahí debes adornarlo, ahí mismo, desplantar la embestida con donaire, con total dominio de tu lidia mataor, macheteándolo de rodillas con la verónica y rematándolo con la media, y ahí de nuevo el capeo y ole, el capeo y ole, el capeo y ole, desde el tendido imaginario, con los brazos en alto, triunfador entre un concierto de bocinas e insultos, Carlos Oliva, que te puedes morir este sábado, una cabeceada mortal, una trompicada terrible que te haría perder el equilibrio en el ruedo y, entonces, ya quisieras que hablasen en los periódicos de los choferes asesinos que conducen en Lima o de la mala suerte de los poetas que trajinan por las calles pensando en sus musas, esas musas que nunca tuviste, recuerda, esas ninfas invisibles, esas criaturas celestiales, siempre ajenas, Carlos, siempre para los otros jóvenes sensibles; pero al menos ahí queda tu legado, ahí está esa obra vasta que dejarás virgen, imagina, hasta que entonces, ya con rubor, empieces a comprender que a nadie le interesarán tus canciones ni tus cuadernos ni tu sufrimiento porque tú, Carlos Oliva, no eres Lucho Hernández y nunca publicaste un puto libro, ni saliste en el Ellos & Ellas de Caretas -seguro por cholito, seguro por marrón- ni en el Somos sabatino junto a los artistas bonitos y profundos que resplandecen ante los flashes de esos fotógrafos impertinentes de la prensa, Carlos, y tampoco jugueteaste con el pelo de Natalita, ni brindaste con Rodrigo que se agarra unos cuerazos en el Sargento, ni viste a Claudita que está loca la pobre yendo al Bauhaus todos los miércoles aunque ya está repleto de cholos y chibolos cojuditos y ahí sí tú no entras, ahí sí no encajas, ¿sabes por qué, Carlos Oliva?, porque nunca fuiste un poeta avant-garde o un artista de luxe, porque nunca tuviste un sentido policial de la vida ni le limpiaste el moco a los señorones artistas del gremio de mafiosos, porque no conoces quién es quién o con qué palabras se le habla a la policía cultural de Lima y ahí perdiste el paso, poeta, ahí mismito te moriste en vida, Carlos Oliva...»

Cuando Oliva acabó con su soliloquio, todas las personas del bar se habían marchado y afuera una neblina londinense se apoderaba de la ciudad. «Márchate ahora» me dijo el poeta con cierta vehemencia después de terminar su cerveza. Mi negativa fue recibida sin alborozo, diría incluso que con fastidio, pero mi obstinación era más fuerte que toda su indiferencia, que cualquiera de sus agravios y sentía cómo la presencia de un ánimo morboso me animaba a seguirlo, o quizás, más acertado sería decir que lo perseguía sin saber cómo. Seguía sus pasos procurando que no me viera a lo largo del Jirón Quilca, veinte pasos detrás de él que avanzaba balanceándose, exagerando su borrachera, de cara a una desierta avenida Wilson. Con ambas manos se despojó de la camisa, jalándola desde su espalda como si no tuviera botones. Escuálido, exhibiendo su desnutrición, las vértebras salidas de su espina dorsal, caminó arrebatado como si estuviera a punto de pelearse. Empecé a correr y, también, a sentir que no avanzaba, mientras Oliva ya empezaba con unos pasitos ridículos que a mí me parecieron más bien de baile, yo lo veía cada vez más lejos, cada vez más pequeño, y crecía mi desesperación y lo veía sacudiendo su camisa pero, más que un torero, a mí me parecía un saltimbanqui demente o un hombre huérfano de cordura en el preludio de una muerte atroz. Luego de esquivar el primer auto, asentó una de sus rodillas sobre el piso y alzó ambos brazos. Grité su nombre. No volteó. Me sentía arrastrado por un mar salvaje que me alejaba de la orilla en la que Oliva estaba a punto de morirse. El segundo auto se llevó su camisa con el parabrisas y él volteó el torso dándole la espalda al tráfico. En ese momento tuve la sensación de que impedir lo que vería, no sería más que un acto de excesiva estupidez. Tuve un repentino acceso de calma, mis piernas dejaron de moverse y yo de alejarme. Estaba a cinco metros de él, cuando el ruido seco que hizo su cuerpo al empotrarse contra una combi vacía, explosionó en mis oídos. Oliva voló como impulsado por un ventilador gigante y cayó inerte sobre la calzada con el pecho destrozado. Sus piernas, que aún temblaban, parecían de goma y lo que quedaba de su cabeza ya no pendía del tronco, estaba dislocada, pegada de lado sobre uno de sus hombros. En ese momento, la avenida ya no sonaba a nada, la combi que lo había asesinado desapareció y yo, que lloraba por segunda vez en el sueño, me acercaba al harapo de carne que ahora era el poeta, con el único, escalofriante motivo de observarlo muerto. Entonces fue que, segundos antes de ejecutarlo, escuché mi grito, un alarido de bestia moribunda que me trajo a la memoria a la agonizante Agnes en su lecho de muerte al inicio de Gritos y susurros.(17) Ese grito de ultratumba salió desde mis entrañas sin que hubiera abierto la boca. Fue entonces que tuve la premonición del horror cuando empecé a reconocerme en el caído, cuando vi con estupor que eran mis rasgos faciales los del cadáver de Oliva y que me observaba apaciblemente muerto, librado de toda angustia mundana y leve, leve como una pluma en plena caída, esperando el contacto de alguna superficie neutra, de cualquier cuerpo ajeno.

.......

16 Si bien estos versos pertenecen a Oliva (son del poema S/T, incluido en su obra póstuma Lima o el largo camino de la desesperación, 1995) y aunque efectivamente el poeta murió en 1994, hay algunas inexactitudes en lo narrado que me llevan a concluir que Ganivet ha hecho confluir las historias de tres poetas peruanos atropellados, en una sola. La primera de ellas, siguiendo un orden cronológico, es la del poeta chimbotano Juan Ojeda. Según una leyenda urbana, más que haciendo de torero, Ojeda se suicida emulando a un toro con el objetivo de embestir a un carro en plena avenida Arequipa. Lo de Oliva, por su parte, no sucedió en la avenida Wilson sino cruzando la Vía Evitamiento por el Puente Dueñas. Él y algunos de sus amigos, huían de algo peligroso cuando lo cogió un automóvil. En lo que acierta Ganivet es en que fue una combi (servicio informal de transporte metropolitano en Lima) la que, en una segunda instancia, lo mata. Finalmente, el tercer poeta es Juan Vega y, como Oliva, también formaba parte de Neón. Fue Vega el que falleció en la avenida Wilson en 1996 cuando salía de la presentación de una revista organizada en el bar Queirolo.

17 Se refiere a Agnes, la hermana moribunda en Viskingar och rop (1972), obra mayor dentro de la extensa filmografía del maestro sueco, Ingmar Bergman. La escena que recuerda Ganivet, el grito asolador de la enferma, es la que da inicio al filme.


Del manuscrito C

(pp. 287-290)

Mil novecientos noventa y seis

Cuando pienso en mi familia asoma el recuerdo de una madre inútil y de un hermano matón. No pienso mucho en ellos pero, si lo hago, me veo en el Regatas Lima en una tarde cualquiera de verano. Mi padre cuenta chistes de homosexuales y sé que se acuesta con la mujer de su socio (una señora atractiva y mucho menos idiota que mamá). Tengo muchos pretendientes, todos blancos y espigados (en el club, los negros y los serranos entran sólo con uniforme), y dos amigas que envidian mi belleza y mi sinceridad. Sé que mi tío Manolo siempre me ha deseado. Es el único soltero de la familia de mi madre y al único al que puedo soportar. Mi hermano abusa de un chico afeminado que se ha enamorado de él. Se llama Miguelito y será un gran artista. Sospecho que Nicolás le ha mostrado sus partes en el baño (seguro se abrió la toalla y le puso en la cara su pene fláccido). Miguelito está confundido. Miguelito hace sufrir a su padre cuando el mío cuenta sus chistes y todos sus amigotes se ríen. Los amigos de mis padres son todos católicos. Los únicos que no creemos en nada somos mi tío Manolo y yo (pero en mi familia nadie lo sabe). Voy a misa todos los domingos. El cura de la parroquia es amigo del cardenal. El cardenal es famoso porque dijo en una homilía (¿o fue en la televisión?) que « los derechos humanos son una cojudez». Mis padres se reúnen con los miembros del Opus Dei de vez en cuando. Recuerdo que la última vez, mi madre estaba muy contenta porque había propuesto una obra de caridad para ayudar a los más necesitados del país. Lo recuerdo bien porque fue el mismo día que le dijo a Mercedes que era una « chola analfabeta » . Mercedes es de Huánuco y tiene un uniforme negro que mi madre la obliga a ponerse. Dice que se ve mejor y que así la convivencia es menos conflictiva. Mercedes no sabe leer. A ella le gustaría estudiar pero mis padres no la dejan. No quieren que vaya a la escuela nocturna porque dicen que se va a embarazar. Mercedes tiene unos ojos preciosos y dice que nunca llora. Nicolás la llama chola por las mañanas y por las tardes, pero sé que por las noches la espía cuando se baña. Mercedes me cuenta leyendas y mitos de su tierra cuando mamá se ha ido con sus amigas del Opus. Me dice que trabaja con nosotros porque tiene que enviar dinero a Huánuco. Lo que más le gusta es irse con mis padres a la casa de playa en Asia. Tiene unas ganas locas de bañarse en la piscina, pero las reglas dicen que las empleadas domésticas no pueden ponerse ropa de baño. Yo nunca voy a Asia. Cuando mis padres se van a la playa, me voy al cine. Miguelito me acompaña a la Filmoteca (ninguna de mis amigas del colegio conoce el Centro de Lima) pero, a veces, voy sola (a escondidas de papá). Mi tío Manolo me invitó una vez al cine. Vimos La cérémonie de Claude Chabrol [4]. La película me impactó mucho. En ella, Sophie, una empleada doméstica iletrada y su amiga Jeanne, la dependienta de una oficina de correos, asesinan a la familia rica de la casa en la que trabaja Sophie. Les disparan a sangre fría mientras están mirando una ópera en la televisión. Recuerdo que esa noche soñé que Mercedes nos asesinaba a tiros. Luego se ponía la ropa de baño inglesa de mamá y se metía en la piscina para limpiarse nuestra sangre. La película de Chabrol también me hizo pensar mucho en mi tío Manolo. Mi madre siempre dice que es la oveja negra de la familia, un vago mantenido y un artista segundón. He visto los cuadros de mi tío y puede que, en lo último, tenga razón. A mi mamá le hubiera gustado que mi tío tuviese talento. Siempre afirma que su hermano ideal sería Alfredo Bryce Echenique. Tiene todas sus novelas y dos de sus amigas le han prometido que, cuando venga a Lima, si no está borracho, se lo van a presentar. Mi papá, por el contrario, no lee ni por error. Mi hermano menos. En el colegio, todas las chicas han leído a Jaime Bayly y les encanta. Mi tío Manolo me ha dicho que mejor no lo lea y me ha regalado, a escondidas, Under the Volcano de Malcolm Lowry. [5] La novela de Lowry también me hizo pensar en él. Tuve un sueño el otro día: mi tío Manolo me llevaba a la Filmoteca para ver una película de Bergman (¿El séptimo sello?, ¿Las fresas salvajes?); era un filme que ya habíamos visto (¿Gritos y susurros?, ¿Sonata de otoño?, ¿Persona?), pero no importaba. En la sala no había nadie. Como mi tío siempre ha sido un hombre tímido, fui yo la que le pedí que me besara. Cuando lo hizo, cerré los ojos con fuerza. Al abrirlos, mi tío había desaparecido y, en su lugar, besaba a Miguelito que me agradecía mi afecto pero me decía, llorando, que estaba enamorado de Nicolás. Mi hermano una vez le pegó en el Regatas «por rosquete». Mi padre le pidió disculpas hipócritas al papá de Miguelito y, luego en casa, estuvo bromeando al respecto. Mi papá quiere mucho a Nicolás, para él es su orgullo. A mí me llama princesa y a mi hermana Andrea, conejito. Estamos en el año mil novecientos noventa y seis y tengo dieciséis años. En el año noventa y siete, Mercedes será despedida de la casa. Un conocido de papá la ayudará a abortar al bebé de Nicolás y luego le darán un boleto de bus para que regrese a Huánuco. En el noventa y ocho, mi tío Manolo se ahorcará en su estudio y me dejará una carta de amor que nunca leeré. ¡Eric Rohmer estrenará su Conte d'automne! [6] En el noventa y nueve, dejaré de ser la princesa de mi padre y me iré a vivir sola en Miraflores. Mi hermano atropellará ebrio a un hombre, pero nunca irá preso. Meses más tarde, será internado en una clínica de desintoxicación. Mamá conocerá, por fin, a Bryce Echenique y papá y sus amigos dejarán de ser fujimoristas. En el año dos mil, conoceré a Matías en una fiesta de Sociología de la Católica. Caerá la dictadura y el papá de Miguelito irá preso. Conoceré también al Chato, a Larrita, a Ganivet y a Emilia en un bar mortecino del Centro de Lima. Pasaré a llamarme Casandra Parker. Crearé el Círculo en una noche de ebriedad y lo destruiré, dos años más tarde, en otra de locura. ¿Qué es el Círculo?, me preguntará Matías intrigado, ansioso, y yo sólo responderé que es el horror, Matías, el Círculo es el horror.

[4] La cérémonie (1995) de Claude Chabrol.

[5] Under the Volcano (1947), novela de culto de Malcolm Lowry, el verdadero escritor maldito de la literatura inglesa.

[6] Conte d'automne (1998) de Eric Rohmer.