La literatura y los dioses


Roberto Calasso. La literatura y los dioses (Anagrama, 2002)

El italiano Roberto Calasso (Florencia, 1941) es uno de los más originales y polémicos ensayistas de nuestro tiempo. Su vasta cultura, especialmente en lo que respecta a mitología occidental y oriental, le ha permitido aproximarse a la literatura desde una perspectiva diferente, logrando nuevas y singulares interpretaciones de obras como la narrativa de Franz Kafka, analizada en el libro K. (2003). Invitado a participar en las Weidenfel Lectures de la Universidad de Oxford, Calasso presentó en ocho conferencias las propuestas centrales de su obra ensayística. Esas conferencias han sido reunidas en el libro La literatura y los dioses (Anagrama, 2002) motivo de esta reseña.

Calasso busca las manifestaciones de lo divino (pagano, no judeo-cristiano) en la literatura europea del siglo XIX, desde la aparición de la revista Athenaeum (1798), que reunió a los escritores del romanticismo alemán, hasta la muerte de Stephan Mallarmé (1898), el último de los grandes simbolistas franceses. Cada ensayo está centrado en textos específicos –obras literarias, reflexiones o apuntes autobiográficos- de Baudelaire, Hölderlin, Schlegel, Nietzsche, Lautremont y Mallarmé. En esos textos, no obstante el proceso de secularización del mundo moderno, la literatura occidental vuelve a encontrarse con aquellas deidades que compartían aventuras con los hombres en los fundacionales poemas homéricos.

Más que a los propios dioses (a quienes siempre ha apelado la retórica poética) aquí se rastrean mitos, especialmente griegos e hindúes, y el particular tipo de conocimiento que proporcionan, tan distinto a los conocimientos científicos, filosóficos o religiosos. Y que ya los filósofos idealistas identificaban con lo estético: “Hasta que no seamos capaces de hacer que las ideas se vuelvan estéticas, es decir mitológicas, no tendrán ningún interés para el pueblo”... “porque mitología y poesía son una sola, indisociable cosa” cita Calasso del Primer programa sistemático del idealismo alemán (1797) -un texto atribuido a Schelling o Hegel- y de la Conversación sobre la poesía (1800) de Schlegel, respectivamente.

En el ensayo final del libro, Literatura absoluta, la poesía es asimilada a una cierta búsqueda –a partir de “imágenes, asonancias, ritmos, gestos...”- de lo verdadero y absoluto, de aquello “que se abre detrás de las fisuras de la realidad”. Según Calasso esta poética de lo absoluto está en la base de las más importantes obras de la literatura occidental, en los autores citados del siglo XIX y en su continuadores Proust y Kafka. Y hasta nuestro días, en que apenas habría sufrido algunas variaciones: “Los timbres son distintos, es cierto. Del acento angélico pasamos al venenoso”. En otras palabras, hemos cambiado las metáforas y la vocación metafísica por la crítica, la ironía y la parodia.

Por supuesto, esta propuesta puede generar polémicas, pero Calasso la desarrolla con coherencia, erudición y muy buena prosa, haciéndola que abarque aspectos cada vez más amplios de la literatura: las alegorías, el ritmo y el metro, las diferencias entre verso y prosa, los quiebres en la tradición. Finalmente, las reflexiones sobrepasan lo literario para asomarse a temas tan diversos como el arte renacentista, las teorías junguianas, los nacionalismos o la relación entre lenguaje y pensamiento. La literatura y los dioses es por eso una excelente muestra de la vigencia del ensayo como género literario.

2 comentarios:

Javier Ágreda dijo...

Copio un fragmento del ensayo inicial del libro.

LA ESCUELA PAGANA

Los dioses son huéspedes huidizos de la literatura. La atraviesan con la estela de sus nombres. Pero, con frecuencia, también la abandonan. Cada vez que el escritor apunta una palabra debe reconquistarlos. La mercurialidad, anuncio de los dioses, es también la señal de su carácter evanescente. Sin embargo, no siempre ha sido así. Las cosas fueron distintas mientras existió una liturgia. Aquel engarce de gestos y palabras, aquella aura controlada de destrucción, aquel uso excluyente de ciertos materiales: todo esto placía a los dioses, mientras los hombre quisieron dirigirse a ellos. Después sólo quedaron, como banderines ondeantes en un campamento abandonado, aquellas historias de los dioses que era el sobreentendido de cada gesto. Desarraigados de su suelo y expuestos a la cruda luz de la vibración de la palabra, podían llegar a parecer impúdicos y vanos. Todo acabó en historia de la literatura.

Sería por tanto redundante y aburrido hacer la lista de las ocasiones en que los dioses griegos se dejan ver en los versos de la poesía moderna, desde los primeros románticos en adelante. Casi todos los poetas del siglo XIX, de los más mediocres a los más sublimes, escribieron algún poema en el que se nombraba a los dioses. Lo mismo puede decirse de buena parte de la literatura del siglo XX. ¿Cuál es el motivo? En realidad las razones son múltiples: por la secular costumbre escolástica, o quizás para parecer nobles, exóticos, paganos, eróticos, eruditos. O bien por la razón más frecuente y tautológica: para parecer poetas. No hay gran diferencia ni resulta demasiado significativo que, en un poema, se nombre a Apolo y al mismo tiempo una encina o la espuma del mar: son todos ellos términos del léxico literario, igualmente consagrados por el uso.

Sin embargo hubo un tiempo en que los dioses no eran tan sólo un hábito literario. Eran un acontecimiento, una aparición súbita, como el encuentro con un bandido o el perfilarse de una nave. No era necesario que la visión fuese total Áyax Oileo reconoce, por su forma de andar, a Poseidón enmascarado de Calcante sólo con verlo caminar de espaldas: lo reconoce “por los pies, por las piernas”.

Dado que, para nosotros, todo comienza con Homero, nos preguntamos: ¿cómo se denominan, en sus versos, estos acontecimientos? Cuando estalla la guerra de Troya, los dioses ya no frecuentaban tanto la tierra como en tiempos psados. Tan sólo una generación antes, Zeus había engendrado a Sarpedón con una mortal; y todos los dioses habían descendido a la tierra para las bodas de Peleo y Tetis. Pero, por entoces, Zeus ya no se mostraba a los hombres, sino que enviaba a otros olímpicos a la palestra: Hermes, Atenea, Apolo. Ya no era fácil ver a los dioses. Lo admite Ulises al hablar con Atenea: “Arduo, oh diosa, es reconocerte, incluso para el sabio.” Más sobria es la formulación del himno a Démeter: “Difíciles de ver son los dioses para el hombre”. En todas las edades primordiales se dice que los dioses han casi desaparecido. Los dioses se presentan sólo ante unos pocos, elegidos al arbitrio divino: “No a cualquiera se le aparecen los dioses con plena evidencia”, enargeis, se dice en la Odisea. Enargeis es el terminus technicus de la epifanía divina: adjetivo que contiene en sí el resplandor del blanco, argós, pero que acabará por designar una pura e indudable “evidencia” que, más tarde, sería heredada por la poesía. En ella reside, quizás, el rasgo de cualquier otra forma.

Pero, ¿cómo se manifiesta el dios? Según observó el ilustre lingüista Jacob Wackernagel, en la lengua griega no existe vocativo para theós, “dios”. Theós tiene ante todo un sentido predicativo: designa algo que sucede. Un magnífico ejemplo se encuentra en la Helena de Eurípides:

“Oh dioses: es dios el reconocer a los amantes.”

Allí veía Kerényi la “especificidad griega”: en el “designar un acontecimiento: Es theós”. Ese acontecimiento que designa con la palabra theós puede fácilmente convertirse en Zeus, que es el dios más vasto, que lo comprende todo, el dios que es el rumor de fondo de lo divino. Por eso Arato, al disponerse a escribir acerca de los fenómenos del cosmos, introducía su poema con estas palabras:

“De Zeus sea nuestro comienzo, de él, a quien los hombres nunca dsejan sin nombrar. Todos los caminos están llenos de Zeus, todas las plazas de los hombres, igual que los mares y los puertos. Todos nosotros tenemos necesidad de Zeus de todas las maneras. Somos parte de su estirpe.”

“Iovis omnia plena”, escribirá, a su vez, Virgilio. Resuena en estas palabras la certeza de una presencia que llena el mundo, en la multiplicidad de sus acontecimientos y en el entrecruzamiento de sus formas. Habla al mismo tiempo de una profunda familiaridad, casi de un cierto desdén en la alusión a lo divino. Es una presencia latente en cada rincón, siempre dispuesta a expandirse. Mientras tanto, la palabra átheos designaba, con mucha mayor frecuencia que a aquellos seres que no creían en dios, a aquellos que eran abandonados por los propios dioses, quienes se sustraían a todo comercio con los mortales. Arato escribió en el siglo III a.C., pero ¿qué sucedió desde entonces con esa experiencia que era para él tan obvia, tan omnipresente? ¿Qué hizo el tiempo con ella? ¿La disolvió, hirió, desfiguró o volvió vana? ¿O se trata de algo que aún hoy viene a nuestro encuentro, indemne? ¿Dónde?

cuenta Baudelaire que, una mañana de 1851, París se despertó con la sensación de que había acontecido “un hecho importante”: algo nuevo, “sintomático”, que sin embargo se presentaba bajo la forma de un fait divers cualquiera. Una palabra zumbaba con intensidad: revolución. Pero se daba el caso de que, en un banquete conmemorativo de la revolución de febrero de 1848, un joven intelectual propuso un brindis al dios Pan. “¿Qué tiene que ver el dios Pan con la revolución’”, había preguntado Baudelaire al joven intelectual. “¿Cómo?”, fue la respuesta. “Es el dios Pan el que hace la revolución. Él es la revolución”. Baudelaire insistió: “¿Entonces no es verdad que ha muerto hace tanto tiempo? Creía que una fuerte voz había planeado sobre el Mediterráneo, y que esa voz misteriosa, que se oía desde las columnas de Hércules hasta las playas de Asia, había dicho al viejo mundo: EL DIOS PAN HA MUERTO.” Pero el joven intelectual no pareció turbarse. Replicó: “No es más que un rumor; habladurías infundadas. ¡No, el dios Pan no ha muerto! El dios Pan vive todavía”, continuó, alzando los ojos hacia el cielo con extraña ternura... “Volverá.” Baudelaire apostilla: “Hablaba del dios Pan como si fuera el prisionero de Santa helena.” Pero el diálogo no había acabado. Baudelaire no se daba por satisfecho: “¡No será, entonces, que eres un pagano?” El joven intelectual respondió, arrogante: “Por supuesto; ¿o ignoráis acaso que sólo el paganismo, obviamente bien entendido, puede salvar al mundo? Hay que volver a las doctrinas verdaderas, por un instante oscurecidas por el infame Galileo. Además, Juno me ha lanzado una mirada favorable, una mirada que me ha penetrado el alma. Estaba yo triste y melancólico en medio de la multitud, mientras miraba el cortejo e imploraba con ojos amorosos a aquella hermosa divinidad, cuando una de sus miradas benévola y profunda, vino a aliviarme y a darme valor.” A lo que agrega Baudelaire: “Juno nos ha lanzado una de sus regard de vache. Este desgraciado debe de estar loco.” El últiomo pasaje está dedicado a un tercero anónimo, que participaba silenciosamente en el coloquio y que en aquel momento sentencia: “¿Pero no veis que se trata de la ceremonia del ternero gordo? Éste miraba a aquellas mujeres con ojos paganos, y Ernestine, que trabaja en el Hipodrome y que hacía el papel de Juno, le hizo un guiño lleno de recuerdos, una verdadera mirada de vaca.” El diálogo, que al principio resulta solemne y visionario, parece a estas alturas como una pieza de Offenbach, un fragmento de espíritu boulevardier boulevards. El joven intelectual cierra la conversación mezclando una vez más los tonos. “Será Ernestine, si usted los dice”, afirmó el pagano, disgustado. “Usted intenta disuadirme. En cualquier caso, el efecto moral se ha producido, y considero esa mirada como un buen presagio.”

Anónimo dijo...

tienes que escribir sobre los mas importantes dioses de egipto entoces ponte las uñas